Durante el proceso de negociación con las Farc-EP, el Gobierno utilizó recurrentemente el término “paz territorial”, aludiendo al hecho (cierto) de que algunos territorios habían sufrido más violencia que otros y, por tanto, necesitábamos un enfoque territorial para solucionar la guerra.

Sin embargo, esta visión terminó fortaleciendo una percepción generalizada que ya había hecho carrera desde antes: que la naturaleza de nuestra violencia armada es puramente rural y militar; no urbana, política y criminal.

Es común suponer que las personas que han vivido en las ciudades “no han sufrido la guerra”. En la actualidad, también parece suponerse que la guerra está en las zonas rurales, no en las urbanas. Sin embargo, aunque bienintencionada, esta forma de entender la violencia en el país ignora a una porción significativa de colombianos que, aunque viviendo en zonas urbanas, viven constantemente bajo la presión de grupos armados.

Esto no es un asunto menor: la tasa de homicidios en Barranquilla durante el 2021 fue de aproximadamente 28 por cada 100.000 habitantes; la de Santa Marta, de 33 por cada 100.000 habitantes; y la de Cali, de 54 por cada 100.000 habitantes. Comparar estas tasas de homicidios con ciudades como Lima (5,7 x/100.000 hab), Quito (6,4 x/100.000 hab) o Santiago de Chile (5,5 x/100.000 hab) dejan ver que algunas de las ciudades colombianas viven con niveles de violencia considerablemente más altos de los que otras ciudades similares (o más grandes) enfrentan. De hecho, Colombia tiene 4 de las 50 ciudades más violentas del mundo (Buenaventura, Palmira, Cali y Cúcuta, respectivamente). Entonces asumir que no hay violencia allí es negar una realidad evidente.

 La Paz Total en las ciudades

Varias de las críticas a algunos postulados de la Paz Total se han centrado en su carácter amplio, en el sentido de incluir a una multiplicidad de actores generadores de violencia, especialmente del crimen organizado urbano.

La Paz Total rompe el modelo tradicional de negociaciones de fin de conflicto que se había centrado casi que exclusivamente en actores ilegales con presencia nacional, desarrollo de capacidades político-militares y control de territorios rurales.

Curiosamente, cuando se habla de grupos armados con agendas políticas parece estarse aludiendo específicamente a su comportamiento rural; mientras que cuando se habla de grupos armados con carácter criminal se asume con facilidad que es el caso de todos los comportamientos en las ciudades. La dicotomía rural/urbano parece también haberse trasladado en el mismo orden a político/criminal.

Estas críticas desnudan el desconocimiento que hay sobre los conflictos armados urbanos, que durante mucho tiempo fueron eclipsados por la violencia escenificada en la ruralidad y se asociaron a delincuencia social (no política).

A pesar de que la violencia homicida se concentró en las ciudades y los actores armados tradicionales crearon, confrontaron, instrumentalizaron o subcontrataron expresiones urbanas de violencia, esto parece haber sido omitido en una buena parte de las reflexiones académicas, periodísticas y oficiales.

Esta omisión ayuda a entender gran parte de las resistencias que hay para reconocerles alguna dimensión política a las organizaciones armadas que, si bien no tienen un carácter nacional, han estado en las ciudades colombianas por décadas, en algunos casos. A pesar de la abundante evidencia que demuestra que los grupos armados que están en las ciudades se han involucrado con élites políticas y económicas, y en algunos casos establecen modelos de comportamiento, parece asumirse que lo político y lo criminal son dos esferas antagónicas y excluyentes. Esta falsa dicotomía entre grupos políticos y criminales ya la hemos abordado antes.

El sesgo rural acostumbró al país a descuidar el conflicto armado urbano

Hay que reconocer que, por los impactos humanitarios que la guerra ha tenido en la ruralidad, en Colombia ha habido un sesgo hacia las zonas rurales para analizar la violencia. Es indudable que la violencia se manifiesta muy distinto de acuerdo con el territorio: las zonas rurales suelen tener presencia militar sostenida (de grupos armados y del Estado) y los impactos de la guerra suelen ser distintos (desplazamientos masivos, confinamientos, combates militares, entre otros), mientras en las zonas urbanas los impactos parecen estar más focalizados (homicidios selectivos, extorsión, amenazas, desplazamiento intraurbano).

No obstante, la violencia sí ha tocado considerablemente a las ciudades.

Un informe del Centro Nacional de Memoria Histórica encontró que varias ciudades capitales sufrieron tomas guerrilleras, tales como Neiva (en 9 ocasiones), Cali (9) y Florencia (7), por citar tres ejemplos.

En Barranquilla, durante la última década han desmembrado a cerca de 40 personas, y luego lanzaron sus extremidades por la ciudad. En Santa Marta, una buena parte del comercio legal vive extorsionada por grupos armados. Más recientemente, Bogotá ha evidenciado una inédita práctica que deja una veintena de personas desmembradas por una disputa entre bandas locales y transnacionales. Además, los grupos armados han logrado establecer gobernanzas armadas, lo que implica que pueden decidir sobre aspectos de la vida cotidiana (desde resolver pleitos, hasta la hora en la que pueden estar en la calle los ciudadanos por medio de toques de queda).

Reconocer las particularidades de la violencia urbana (su relación con el microtráfico, la persecución en ocasiones de fines económicos y no necesariamente políticos y una violencia más selectiva) no debería llevar a desconocer el poder de fuego que estos grupos ostentan y las consecuencias para la vida en comunidad.

 La conexión rural-urbana

Las ciudades son también las principales receptoras de desplazados internos y muchas dinámicas de reclutamiento (ya sea para pandillas, bandas delictivas locales o incluso grupos armados más grandes) suceden dentro de ellas. Al contrario de la visión ampliamente compartida en la opinión pública, la guerra también opera en los centros urbanos. Sin las cadenas de distribución logística que algunas ciudades permiten, muchos escenarios de guerra rural no existirían, así que la conexión urbano-rural también merece cuidado. Es más, muchas ciudades tienen en sí misma espacios de ruralidad que no pueden ser omitidos en la discusión.

Varios de los grupos armados que fácilmente reconocemos como parte del conflicto armado se aliaron o contrataron expresiones de violencia urbana. Algunos ejemplos se encuentran en Medellín, con las AUC y la banda La Terraza y la Oficina de Envigado; el M-19 y los Campamentos Bolivarianos, el ELN y los Comandos Armados del Pueblo y las Milicias Populares del Valle de Aburrá.

Otro municipio donde estas alianzas se han construido es Tumaco, entre la extinta disidencia denominada Frente Óliver Sinisterra y la Gente del Orden, o simplemente la presencia activa de otras disidencias como el Bloque Occidental Alfonso Cano (Boac), las Guerrillas Unidas del Pacífico (GUP), y el grupo de tráfico de drogas conocido como Los Contadores. 

Si bien en Colombia todas estas organizaciones se han reconocido como de carácter criminal, el desarrollo o estancamiento de sus capacidades violentas será un factor determinante en la decisión que tomen varias de ellas sobre escalar la guerra o someterse al Estado.

No hay Paz Total sin las ciudades

En las ciudades de Colombia, como ya hemos mencionado, hay desplazamiento forzado, extorsión, asesinatos derivados de las guerras entre grupos armados, confinamientos y gobernanzas armadas. Aun así, todavía en algunos sectores parece existir una fuerte distinción entre “territorios de conflicto” y las ciudades (como plantea este editorial de El Espectador). Aunque esta distinción busca reconocer las particularidades de las guerras en el nivel rural y urbano, termina por reforzar una falsa dicotomía: hay guerra en lo rural y criminalidad en lo urbano.

Lo que aquí proponemos es superar ese falso dilema y empezar a pensar las guerras en Colombia en todas sus dimensiones. Es perfectamente posible reconocer que hay guerra en el Urabá, así como también reconocer que lo que hay en Barranquilla, en Buenaventura o en Santa Marta es una guerra.

Claramente, cada uno de estos escenarios tiene diferentes dimensiones y consecuencias, pero eso no le resta gravedad al hecho de que tenemos ciudadanos en Buenaventura a quienes los grupos armados les fijan los precios de la comida, comerciantes en Barranquilla con miedo de ser asesinados por no pagar extorsiones y líderes sociales en Santa Marta en el exilio por amenazas de grupos armados.

Finalmente, es la población civil la que vive a merced de la violencia y eso no es menos grave porque suceda en el casco urbano.

La Paz Total pasa necesariamente por reconocer a estos actores generadores de violencia y plantearse estrategias para lograr su desmovilización. Algunos de estos grupos armados han sobrevivido a guerrillas o paramilitares en el pasado y están asentados no solo en la violencia, sino en complejas relaciones con la población civil y las élites políticas y económicas locales. Hay que abrir este capítulo de la violencia colombiana para leerlo sin prejuicios y, ojalá, cerrarlo sin posibilidades de nuevos reciclajes.

Es profesor en la Universidad del Norte. Se doctoró en estudios americanos con mención en estudios internacionales en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile. Sus áreas de interés son negociaciones de paz, conflicto armado y seguridad ciudadana.

Es investigador adscrito al centro de pensamiento UNCaribe de la Universidad del Norte. Estudió relaciones internacionales en la Universidad el Norte.

Neivano. Investigador y periodista. Actualmente cursa un doctorado en ciencia política en City University of New York. Es director y fundador de La Gaitana Periodismo Independiente.