Esta columna fue escrita por Camilo Acero*, columnista invitado.

Hace unos días un columnista de este medio hizo un llamado a la ministra de agricultura para que dejara de preocuparse tanto por repartir tierras y mejor posara su atención en el fomento a la agroexportación. 

Este planteamiento ha hecho una larga carrera en nuestro país, y es compartido no solo por consultores y, claro está, empresarios agrícolas, sino también por tomadores de decisión. Un exministro del ramo con el que hablé hace poco reprochaba la “obsesión” casi patológica del actual gobierno con la tierra, y el desdén por la dimensión productiva: “en el sector agrario colombiano hay más ideología que tecnología” remataba. 

Esta lectura encierra un falso dilema que hay que cuestionar para avanzar en un desarrollo inclusivo del campo colombiano.

Dado lo extendido de la visión que opone la redistribución a la producción agraria, vale la pena sacar a la luz las premisas y los supuestos en los que se apoya. El primer pilar del razonamiento viene de una profunda desconfianza, o al menos de un escepticismo, frente a la relación entre equidad y eficiencia en la asignación de la propiedad rural. 

La versión negativa postula que la redistribución de tierras a los campesinos genera toda clase de ineficiencias, porque impide las economías de escala, puede beneficiar a personas no aptas para la actividad agrícola, etc. Para los escépticos, puede que no siempre las medidas proequidad sean ineficientes, pero como los riesgos de que lo sean son muy altos, es mejor no intentarlas. 

La segunda pata de esa postura es que la tierra, antes que nada, es un activo que necesita de crédito, infraestructura y tecnología para volverse productivo. La idea repetida aquí, allá y acullá es que la tierra por sí sola no basta: “¿Qué va a hacer un campesino con un pedazo de tierra sin crédito ni carreteras para sacar su producto?” es la típica formulación. 

Como para los que comparten esta visión del mundo rural la reforma agraria es pura entrega de tierras, esta es una política insuficiente (cuando no innecesaria). Más aún, como repartir tierras cuesta plata y los recursos no son infinitos, otros programas como los de fomento a la producción quedan desfinanciados. 

De esto se deriva una conclusión: hay una muralla china entre redistribución y producción, y nada tiene que ver la estructura de la propiedad rural con el desarrollo productivo. 

La repartición de tierras bien puede formularse como una medida para atender a un problema social, pero esta no genera incrementos en los niveles de producción y de productividad, e incluso puede echar al traste los avances del país en esa materia. 

La orientación de política es entonces que el Estado deje la “obsesión” malsana con repartir tierras y se dedique a respaldar a quienes sí son capaces de producir para exportar, preferiblemente los grandes empresarios agrícolas. A los pequeños resta entregarles un par de machetes, unas cuantas gallinas y un bulto de semillas (los famosos “proyectos productivos”) y esperar que mágicamente se inserten en las cadenas globales. 

Basta con contrastar la desidia de los gobiernos pasados frente a la repartición de tierras a los campesinos, y el entusiasmo en la repartición de recursos de fomento y crédito a ciertos sectores, para darse cuenta de que esta comprensión ha capturado el horizonte mental de tomadores de decisión en las últimas décadas.

No obstante, la visión que opone la redistribución a la producción es problemática en varios niveles, y desconoce la propia experiencia colombiana y la de otros países. 

No me referiré aquí a la relación entre altísimos niveles de desigualdad en la propiedad de tierra con la conflictividad social (incluida la guerra), la inestabilidad política y la corrupción, aunque todos estos inevitablemente terminen impactado en las dinámicas de desarrollo rural. Estos temas han sido motivo de reflexión de varios estudiosos colombianos y extranjeros. Me concentraré, en cambio, en el vínculo “estricto” entre estructura de la propiedad de la tierra y desarrollo rural.

Primero, la postura que por definición establece que a mayor equidad en la propiedad rural mayor ineficiencia, alegando que las fincas más grandes son más productivas, ha sido cuestionada una y otra vez

Las economías de escala dependen del cultivo específico y de la forma de organización de la producción. Los pequeños agricultores han mostrado ser más eficientes en los productos que requieren de mucha atención y cuidado (como las frutas), y en ciertos contextos tener una ventaja comparativa frente a las grandes plantaciones por sus menores costos en supervisión (como en la palma de aceite). 

Albert Berry ha dedicado parte de su carrera a demostrar no solo que los más pequeños pueden ser igual de eficientes que los grandes productores en Colombia, sino también las ventajas para el país de un desarrollo rural impulsado por las unidades productivas de menor tamaño.

La postura escéptica tiene, en cambio, más asidero. Es cierto que políticas redistributivas de activos rurales en gran escala pueden generar, y en ciertos casos han generado, colapsos en el sector agrícola. Pero la evidencia internacional al respecto es mucho más matizada. 

Los riesgos de esa apuesta de política son altos, así como sus recompensas, si son bien hechas, claro está. Nadie pone en duda hoy en día que las reformas agrarias de posguerra en Japón, Corea y Taiwán estuvieron en la base del desarrollo y la prosperidad de dichos países.

No es solo que la intervención estatal para reducir la inequidad en la distribución de la tierra puede enrutar a los países pobres en sendas de desarrollo inclusivo, sino que muchos de los éxitos agroexportadores en la historia de países desarrollados se ha asentado en estructuras de propiedad relativamente equitativas. 

La vigorosa industria de lácteos y carnes danesa a finales del siglo XIX se basó en la pequeña propiedad de los agricultores organizados en cooperativas conectadas a los mercados globales, el desarrollo impresionante alrededor del maíz y el trigo en el medio oeste estadounidense se edificó sobre las pequeñas y medianas granjas operadas por sus dueños.

Pero no hay que ir hasta Europa o Estados Unidos para encontrar este tipo de desenlaces. El boom exportador de frutas en el Valle Central de Chile, que tanto entusiasma a los consultores, solo fue posible por la transformación de una región dominada por grandes haciendas en una zona de medianos agricultores. 

De igual modo, la conocida trayectoria colombiana con su economía cafetera, asentada en los pequeños fundos en las laderas de las cordilleras, y la menos conocida experiencia agroexportadora en los Montes de María alrededor del tabaco, muestran con claridad que la estructura de propiedad sobre la tierra sí incide en el tipo de desarrollo rural (en su dinamismo, sus efectos multiplicadores, su resistencia frente a los vaivenes de los mercados globales y, fundamentalmente, en quiénes sacan provecho). 

Ahora bien, la segunda premisa de los críticos y escépticos frente a los programas redistributivos es menos interesante por su obviedad. 

Las experiencias agroexportadoras que mencioné antes no fueron exitosas solamente por pararse en estructuras agrarias equitativas, sino porque los pequeños agricultores fueron también beneficiarios de políticas de acceso a crédito, tecnología, etc.

Esas medidas son necesarias no solo para que los pequeños agricultores puedan acceder en términos beneficiosos a los mercados globales, sino también para que conserven sus propiedades y no tengan que venderlas en momentos de crisis. 

Y, sin embargo, no es tan cierto que en Colombia la sola repartición de tierras no haya tenido algunos efectos positivos para la movilidad social de los campesinos pobres.

Como bien muestra Francisco Gutiérrez, la cacareada idea de que entregar tierra no es suficiente no es nada novedosa, y fue parte del arsenal retórico de los opositores de la reforma agraria de los sesenta para desviar la prioridad de la política agraria, algo que eventualmente lograron. 

El verdadero riesgo, ayer y hoy, no es que el Estado “solo entregue tierra”, sino que entregue todo menos tierra, como advirtieron los reformistas del pasado.

La historia de muchas de las exitosas experiencias agroexportadoras nos debe llevar entonces a cuestionar el falso dilema en el que han caído tomadores de decisión y analistas sobre si debemos repartir tierras, o si más bien debemos alentar la producción para los mercados externos. 

Los dos objetivos no solo no son antagonistas, sino que generan importantes sinergias. Si Colombia quiere embarcarse en una senda de desarrollo rural verdaderamente inclusivo, debemos tener presente que, como muestra Santiago Colmenares en su brillante libro, el modo de producción campesino constituyó la base más estable de integración del país al mercado internacional.

Camilo Acero

Camilo Acero es estudiante doctoral del London School of Economics and Political Science e investigador asociado del Observatorio de Tierras.  Sus temas de investigación giran en torno a la economía política del desarrollo rural y sus vínculos con la política de tierras, la guerra, las economías ilícitas y la construcción de estado.