Catalina Rivera

Esta columna fue escrita por Catalina Rivera

En los últimos años, Colombia ha sido testigo de un preocupante aumento en la proliferación de grupos clandestinos conocidos como “aletas de tiburón” en áreas de vital importancia ecológica, como reservas naturales y zonas protegidas. Estas estructuras representan un flagrante desprecio por la legislación ambiental y constituyen una amenaza directa para la biodiversidad y el equilibrio ecológico del país.

Según informes recientes, se estima que más de 100 de estos grupos clandestinos se han establecido en áreas sensibles de Colombia en los últimos cinco años. Estas estadísticas no solo subrayan la magnitud del problema, sino también la urgencia de tomar medidas concretas para detener esta devastación ambiental. Además, cada año se capturan miles de tiburones en aguas colombianas para abastecer la demanda de aletas de tiburón.

De acuerdo con datos recopilados por las autoridades ambientales, se estima que esta actividad alcanza un promedio de 5,000 tiburones capturados anualmente en las costas colombianas, especialmente en la región del Pacífico colombiano, en áreas cercanas a las islas Gorgona y Malpelo.

La mayoría de estos tiburones son víctimas de la práctica del “aleteo”, donde las aletas son cortadas y el resto del cuerpo es arrojado al mar. Este comercio se destina principalmente a mercados internacionales, y a países asiáticos, donde las aletas de tiburón son altamente valoradas en la preparación de platos como la sopa de aleta, considerada un manjar en algunas culturas.

Los efectos negativos de estas organizaciones clandestinas en el ecosistema colombiano son profundas y diversas. Destruyen hábitats naturales vitales para numerosas especies de flora y fauna endémicas, y la contaminación asociada representa una amenaza directa para la calidad del agua y la salud de los ecosistemas acuáticos circundantes.

Frente a esta preocupante realidad, el gobierno colombiano no puede quedarse solo en discursos, es necesario tomar los ejemplos de otros países para detener estos grupos clandestinos e ilegales. Tal es el caso de Costa Rica, que viene desarrollando estrategias efectivas de monitoreo y aplicación de la ley para identificar y demoler rápidamente los grupos ilegales de la aleta de tiburón. Lo anterior ha contribuido significativamente a preservar los ecosistemas sensibles y a proteger la biodiversidad.

Por otra parte, el gobierno nacional en cabeza del Ministerio de Ambiente ha mostrado insuficiencia en la implementación de estrategias de sensibilización y cultura ciudadana para que la población sea consciente de la importancia de conservar los tiburones y de los daños que causa la caza ilegal de aletas de tiburón.

Ejemplos de otras naciones demuestran cómo estas iniciativas pueden cambiar significativamente las actitudes y comportamientos hacia la protección de estas especies. Ese es el caso de Australia que ha puesto en marcha programas de educación pública y legislación estricta para proteger a los tiburones y reducir la pesca ilegal, y ha logrado así una mejora notable en la conservación de estas especies. Sudáfrica ha desarrollado programas educativos innovadores y campañas de concientización que han tenido ayudado a reducir la caza ilegal de tiburones y la conservación de sus hábitats marinos.

Es imperativo un llamado a la conciencia colectiva, los ciudadanos colombianos deben comprender la gravedad de esta situación y tomar medidas para proteger y preservar los recursos naturales del país. Cada uno de nosotros tiene un papel en la conservación del medio ambiente, desde denunciar actividades ilegales hasta promover prácticas sostenibles en nuestras comunidades.

En conclusión, la proliferación de estos grupos clandestinos de la aleta de tiburón en Colombia representa un ecocidio que amenaza la riqueza natural y la biodiversidad del país. Es fundamental que todos, desde los ciudadanos hasta las autoridades gubernamentales, trabajemos para detener esta destrucción ambiental y proteger nuestros preciosos recursos naturales para las generaciones futuras.

Catalina Rivera

Ex-directora del Instituto de Protección y Bienestar Animal en Bogotá