En Colombia, parece haber un consenso sobre la necesidad de acabar la violencia a través de diálogos de paz.

Sin embargo, las negociaciones plantean una tensión entre la búsqueda de la paz y la integridad de instituciones básicas como los derechos fundamentales, la democracia representativa y la separación de poderes, que han sido relegadas a favor de llamados fines superiores como la paz. 

Esta tensión no parece poder ser resuelta en términos absolutos: un apego estricto a las instituciones no permitiría una negociación exitosa con grupos ilegales, y una negociación en la que todo pueda ser pactado llevaría a la suspensión del Estado, poniendo en duda su legitimidad. 

Los gobiernos colombianos han resuelto esta tensión de formas diversas. 

En 1991, se determinó que las instituciones no podían hacerles frente a la violencia y la injusticia, y que debían rehacerse a través de una asamblea constituyente con participación de grupos provenientes de las guerrillas desmovilizadas, de movimientos sociales y étnicos, y de los partidos tradicionales. Aunque la Constituyente no fue producto de una negociación entre el Estado y los grupos ilegales, sí fue comprendida como una especie de gran acuerdo de paz de la nación. 

En el gobierno de Pastrana, el Estado renunció, temporalmente, al control sobre un territorio en el que, de hecho, no tenía mayor presencia. Esta renuncia a la soberanía se hizo buscando un acuerdo de paz con las FARC. 

Durante la negociación del gobierno Uribe con los paramilitares, la tensión entre paz e institucionalidad se resolvió con un acuerdo que privilegió la desmovilización (incluida la de “narcotraficantes puros”) a cambio de un castigo leve para delitos atroces. Este acuerdo relegó a las víctimas y no consiguió la resocialización de muchos excombatientes. 

El acuerdo con las FARC zanjó la tensión creando una institucionalidad paralela que, pese al resultado del plebiscito, fue legalizada por el Congreso y autorizada por la Corte Constitucional. Este acuerdo logró disminuir la violencia y consiguió que las FARC desaparecieran como actor armado a cambio de participación política directa y no representativa, de promesas de desarrollo rural, y de un sistema penal teóricamente sofisticado, pero en la práctica algo frívolo. 

Dependiendo de las posturas políticas y morales que uno tenga, va a considerar que la tensión entre paz e institucionalidad fue adecuada o inadecuadamente resuelta en cada acuerdo. 

Lo cierto es que la tensión persiste, y que ha llegado al gobierno de la “paz total”.

La búsqueda de paz ha alcanzado una suerte de apoteosis con este gobierno. No en vano, el presidente fue guerrillero del M-19 y participó de la desmovilización que la transformó en un movimiento político. A él y a otros hay que reconocerles que se la han jugado, desde sus desmovilizaciones, por la paz, aunque quizás siguen viendo las instituciones constitucionales con cierta sospecha nostálgica, y acaso con desprecio. 

No sabemos cómo va a resolverse la tensión entre paz e institucionalidad en este gobierno, pero todo parece indicar que la idea de la “paz total” va a servir para llegar a acuerdos que van a privilegiar el logro de la paz en el corto plazo en detrimento del orden constitucional.

En primer lugar, hay que señalar que la “paz total” es una idea tan ambigua que su aplicación amenaza con invadir otros ámbitos de la gestión pública. 

La ley de paz total (2272 de 2022) no define –aunque intenta– el concepto. En principio, lo relaciona con la implementación de acuerdos y negociaciones para terminar la violencia. Sin embargo, también dice que el propósito de la paz total no es sólo ese, sino también lograr la materialización de la seguridad humana, un concepto aún más amplio dentro del que se enmarca el de la paz total. 

La seguridad humana, según la ley, consiste “en proteger a las personas, la naturaleza y los seres sintientes, de tal manera que realce las libertades humanas y la plena realización del ser humano por medio de la creación de políticas sociales, medioambientales, económicas, culturales y de la fuerza pública que en su conjunto brinden al ser humano las piedras angulares de la supervivencia, los medios de vida y la dignidad”.  Vemos, así, cómo se mezclan todos los propósitos del Estado en un solo concepto. 

Esta confusión no es accidental. Como lo señaló el senador Iván Cepeda, la paz total “busca resolver no solamente el conflicto armado y la violencia armada, sino las causas sociales y económicas que tiene el conflicto”. 

Otra confusión está en la definición de grupos armados organizados y estructuras armadas organizadas de crimen de alto impacto. Los primeros son los que, bajo la dirección de un mando responsable, ejercen “sobre una parte del territorio un control tal que le[s] permita realizar operaciones militares sostenidas y concertadas”. Las estructuras armadas organizadas de crimen de alto impacto son aquellas “conformadas por un número plural de personas, organizadas en una estructura jerárquica y/o en red, que se dediquen a la ejecución permanente o continua de conductas punibles (…) que se enmarquen en patrones criminales que incluyan el sometimiento violento de la población civil de los territorios rurales y urbanos en los que operen, y cumplan funciones en una o más economías ilícitas”.  

La diferenciación afecta el tipo de diálogo que se podrá hacer. Con los primeros grupos se harán “diálogos de carácter político” y “acuerdos de paz”. Con las estructuras armadas, se tendrán “acercamientos y conversaciones (…) con el fin de lograr su sometimiento a la justicia y desmantelamiento”.

De las definiciones no se desprende un criterio claro que permita diferenciar estos tipos de estructuras; se pueden concebir casos de grupos que pertenezcan a las dos categorías. Si bien la ley crea una “instancia de alto nivel” para clasificar a las estructuras armadas organizadas de crimen de alto impacto, esta dependerá del gobierno, y en ella no tendrá que participar, por ejemplo, la Fiscalía, que ha mantenido un silencio complaciente frente a la paz total. El gobierno, así, podrá decidir autónomamente con cuál grupo hará diálogos de paz y con cuál tendrá conversaciones sobre sometimiento. 

Conceptos tan ambiguos no hacen que la ley sea inútil. De hecho, hacen que su interpretación y aplicación obedezcan a la voluntad del gobierno, sin depender del Congreso (que con estas imprecisiones aumentó las facultades del ejecutivo y las posibles arbitrariedades), ni, en principio, de los jueces.

La ley también le da al presidente, de forma exclusiva y sin aprobación de la Fiscalía, el poder de fijar los términos de sometimiento a la justicia. Así, proponiendo una tautología, la ley dice que “los términos de sometimiento a la justicia a los que se lleguen con estas estructuras serán los que a juicio del Gobierno Nacional sean necesarios para (…) lograr su sometimiento a la justicia”. 

Otra arbitrariedad que la ley hace posible está en la autoridad que les da a los acuerdos que se pacten entre el gobierno y los grupos ilegales. Establece que los pactos “que tengan por propósito la consecución y la consolidación de la paz, constituyen una política pública de Estado”. La paz, por supuesto, entendida aquí en el sentido amplísimo que le da la misma ley. 

Así, saltándose al congreso, al DNP, al CONPES y a las entidades territoriales, grupos armados que violan derechos humanos podrán crear, con el gobierno, políticas públicas de estado. Esto es riesgoso, especialmente cuando la delegación del gobierno en la principal mesa de negociación reconoce una “simpatía política entre la delegación del ELN y el actual gobierno”. 

Quién sabe qué políticas de estado producirá esta simpatía. 

También hay dudas prácticas sobre la paz total. Aunque la voluntad del gobierno, de sus contradictores históricos, y de varios grupos ilegales parece evidente, no parece que se vayan a crear las condiciones materiales para acabar la violencia en el corto o en el largo plazo.  

Esto se debe a dos características de los grupos armados más grandes (el ELN, las disidencias y el Clan del Golfo). En primer lugar, se dedican a la explotación de rentas ilegales (narcotráfico y minería ilegal, entre otras). Es probable que, luego de las desmovilizaciones, lleguen nuevos grupos ilegales a explotar estas economías, continuando, así, la violencia. En segundo lugar, algunos de estos grupos también están en Venezuela, y hacen parte de redes internacionales de crimen organizado. 

La política de paz total, con sus generosos mecanismos de negociación y con su abandono del método, no ofrece respuestas prácticas a estas condiciones determinantes de la violencia en Colombia. 

Por eso, debemos preguntarnos si las incertidumbres y arbitrariedades que origina la política de paz, y que con seguridad van a desajustar las instituciones, se justifican cuando es probable que no logren ni el final de la violencia ni la paz total. 

Candidato a doctor en derecho por la Universidad de Yale. Ha estudiado en la Universidad de Chicago y en Oxford. Es abogado y literato de la Universidad de los Andes. Es cofundador de la Fundación para el Estado de Derecho, y ha sido miembro de la junta directiva del Teatro Libre de Bogotá y del Consejo...