Andrés Caro. Foto: Juan Carlos Hernández

La historia la contaba Michael Foot, un miembro del parlamento inglés por el partido laborista, y que fue líder de la oposición a Margaret Thatcher entre 1980 y 1983.

Cuando era niño, vivía en Plymouth, un puerto de astilleros y navegantes. Los sábados iba al teatro a ver películas y espectáculos musicales, pero su acto favorito era el de un mago que hacía trucos. El mago tenía un asistente, vestido con ropa elegante, que se hacía en la parte de atrás de la audiencia.

El mago decía que necesitaba un reloj para un truco. Entonces, caminaba hacia el hombre elegante, que le entregaba, con simulada resistencia, un reloj de oro. El mago volvía al escenario y cubría el reloj con un pañuelo rojo. Lo ponía en una mesa, sacaba un martillo y lo cogía a golpes hasta volverlo pedazos.

Luego, el mago levantaba la cara, que antes tenía la mirada de placer cruel de quien destruye algo a propósito. Entonces parecía angustiado.

–Discúlpenme. Olvidé el resto del truco– decía el mago en voz baja.

La comparación, claro, no es ni original ni rara. Se le ocurre a uno apenas oye o lee la historia del mago de Plymouth.

El mago, aquí, es el gobierno. Y el reloj es la salud y las pensiones y los otros sectores sobre los que ha decidido hacer reformas de esa manera tan peligrosa como conocida: demorar pagos, desfinanciar, crear crisis, inventarse instituciones paralelas, sin sustento legal, presentarle hechos cumplidos al Congreso y a los jueces, intervenir y, finalmente, estatizar sectores enteros para que sea el Estado no solo el regulador, sino el principal prestador de los servicios públicos. Con estas intervenciones, el gobierno cree confirmar la frase reciclada de que los “derechos no son negocios”, y, en su ceguera ideológica, se arriesga a destruir lo que está tratando de intervenir.

Por supuesto, la destrucción que el gobierno está provocando a la fuerza no es tan malintencionada como la del mago de la historia. El gobierno y el presidente están convencidos de que los sistemas que intervienen son realmente malos. Hace unos días, en Cali, el presidente dijo que “340.000 colombianos murieron pudiendo vivir si se les hubiera atendido en un hospital o en una clínica, más que la violencia armada de Colombia (…)  En Colombia ha matado más el sistema de salud mercantil que tenemos, mató 340.000 colombianos en los últimos 10 años, mientras se robaban 15 millones de millones de pesos”.

El hecho de que esto sea mentira, como varios expertos notaron de inmediato, no significa que el presidente no lo crea. Ya pasó el momento en que cuando el presidente mentía debíamos creer que lo hacía para avanzar su agenda.

Ahora, el presidente miente no porque sea un manipulador pragmático o un operador maquiavélico sino porque se ha convencido de sus mentiras. En las decisiones más importantes que está tomando este gobierno (las que no son las del gesto simbólico sin importancia o las de los intercambios clientelistas y corruptos), la racionalidad práctica ha sido suplantada por la racionalidad ideológica.

El problema es que el gobierno actúa basándose en esos engaños que ya no solo propaga, sino que él mismo se cree.

Y es que cuando uno piensa que lo que está haciendo tiene el alcance épico de una cruzada, como es el caso de la intervención a “un sistema de salud mercantil” que ha matado a cientos de miles de personas en diez años para satisfacer la avaricia de unos cuantos ladrones, entonces la destrucción de ese sistema no sólo se presenta como una decisión lógica sino como un paso fácil en una economía moral muy sencilla. El sistema –piensa el presidente– es terrible. Acabarlo como sea implica un costo muy pequeño comparado con lo costoso que sería que continuara existiendo.

El problema es que el sistema no ha matado a cientos de miles de personas, sino que ha salvado millones de vidas. No ver los beneficios del sistema, en este caso, es más peligroso que no ver sus defectos.

Esto es así porque al intervenirlo pensando que no funciona (no viendo las muchas formas en que sí ha funcionado), el presidente, a través de sus agentes, se arriesga a destruirlo. Y, al destruirlo, suplantando administradores por cuotas políticas o reemplazando la gestión del riesgo por incentivos perversos, el presidente se va a enfrentar a un problema terrible: no va a saber cómo construir un mejor sistema que el que teníamos.

Su gran legado no va a ser la construcción de un gran sistema público de prestación de salud, sino la destrucción de un sistema público-privado incompleto, pero relativamente funcional y exitoso.

Puede que, en un par de años y como el mago de Plymouth, el gobierno nos diga, simplemente, “Discúlpenme. Olvidé el resto del truco”. Pero no nos van a decir eso, porque ya sabemos que, además de necios, son también irresponsables.

Candidato a doctor en derecho por la Universidad de Yale. Ha estudiado en la Universidad de Chicago y en Oxford. Es abogado y literato de la Universidad de los Andes. Es cofundador de la Fundación para el Estado de Derecho, y ha sido miembro de la junta directiva del Teatro Libre de Bogotá y del Consejo...