Ilustración: Los Naked.

Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa, como dicen. Una cosa es el establecimiento, ese conjunto de poderes –sean políticos, económicos o culturales– que dominan una determinada estructura social y otra muy diferente es la estructura misma, o el sistema en el que se contiene y se soporta.

Suena confuso y créanme que no se trata de caer en absurdeces de postestructuralista francés. Lo que se busca es aclarar dos conceptos claves para entender las razones del traspié electoral de Gustavo Petro del pasado domingo y de explicar lo que seguramente será una muy movida campaña hasta el próximo 19 de junio. 

En resumidas cuentas, los resultados electorales muestran que el pueblo colombiano está cansado de los mismos con las mismas.
Están cansados de la soberbia de los políticos, de la corrupción del congreso, de las roscas judiciales, de la indolencia de los tecnócratas, de los abusos de las oligarquías del overol, de la manipulación de los medios de comunicación, de la arrogancia de los empresarios y de la inexcusable indiferencia de una clase dirigente (compuesta por todos los anteriores y algunos más) que dejó de pensar en el bien común.

Es decir, están mamados del establecimiento, pero esto es solo la mitad de la historia.

La otra mitad tiene que ver con el sistema. En general uno podría decir que el sistema existente es el sistema de la democracia liberal, el mismo que hemos tenido o hemos aspirado a tener desde los primeros días de la República. Aquel basado en los derechos individuales, el imperio de la ley, la libre escogencia de los gobernantes y la economía de mercado.

Todas las constituciones políticas colombianas desde la Independencia se han construido alrededor de estos principios, –que además son los principios occidentales–, con algunas variaciones en énfasis y grado. Y en Colombia los valores democráticos siempre han estado muy arraigados, mucho más que en la mayoría de los países de la región.

En la versión petrista de la historia nacional los 200 años de República han sido de exclusión, sufrimiento y humillación, donde una oligarquía corrupta ha gobernado para sí misma, marginando a la mayoría de la población, y ha establecido un sistema que solo sirve para sus fines.

Por ejemplo, se ha vuelto hasta un meme –repetido como un disco rayado por los líderes del Pacto Histórico– decir que Colombia desde sus inicios ha sido gobernada por 47 familias que han mantenido el poder en sus manos, repartiéndose beneficios mientras los demás colombianos se hunden en la más oprobiosa pobreza.

Esto es, por supuesto, totalmente falso. No es más que una fábula construida para alimentar un discurso político populista que se edifica sobre todos los prejuicios del latinoamericanismo pequeño burgués. (Si fuesen 47 familias las que nos han gobernado en dos siglos pues la verdad serían muchas familias las que han gobernado. Una diferente cada cuatro años, que es el período de tiempo de un mandato presidencial, lo que demostraría lo contrario, es decir que en Colombia la rotación de los que han estado en el poder difícilmente hubiera podido ser mayor).

Lo cierto es que el progreso del país, con numerosos altibajos, es indudable. Otro cliché de la historia colombiana según Petro es sostener que en el país solo ha habido dos momentos incompletos de reforma social, el primero la liberación de los esclavos a mediados del siglo diecinueve y el segundo a mediados de los años treinta con López Pumarejo.

Esto, de nuevo, es falso. Se le olvida convenientemente al aprendiz de caudillo que el período de mayor transformación del país ocurrió durante el Frente Nacional y que, especialmente después de 1991, todos los indicadores sociales del país, sin excepción, son mejores. Mejores sin duda que los de muchos países de la región que experimentaron con utopías socialistas o demagógicas como el Chile de Allende, el Perú de Velasco, el Brasil de Lula, la Argentina de Perón y los peronistas, para no hablar de la catástrofe humanitaria que son la Venezuela de Chávez y la Cuba comunista. 

Durante décadas el establecimiento colombiano –mucho más variado y móvil de lo que estima la caricaturesca narrativa petrista– logró conducir al país por un camino de relativo progreso. Mantuvo la estabilidad macroeconómica, que es el requisito sine qua non, para disminuir la pobreza; impulsó reformas sociales de gran calado, como el actual sistema de salud, que es el mejor del continente, y logró sortear serios retos de seguridad, como los que imponían los carteles de la droga y las Farc. Si bien los logros colombianos son mucho más modestos que los de algunos países asiáticos o sur europeos durante el mismo periodo de tiempo, son mayores que los de la mayoría de países latinoamericanos. 

Sin embargo –y tal vez por ese relativo avance– ha llegado un punto en el cual el establecimiento parece exhausto. La gente lo quiere reemplazar. Pero esto no quiere decir que el pueblo colombiano esté dispuesto a destruir el sistema que, con todas sus ineficiencias e imperfecciones, le ha funcionado.

Harían bien los cuadros de las campañas presidenciales en entender que el mandato de quien asuma la presidencia el próximo 7 de agosto no será para hacer la revolución, ni para imponer modelos colectivistas ni autocráticos. Será para gobernar mejor, haciendo las reformas necesarias para que los avances logrados se consoliden y no para experimentar con quimeras que solo han traído miseria y decepción.

La gente en Colombia quiere cambio, pero no está dispuesta a tirar por la borda los derechos individuales, la democracia liberal, el imperio de la ley y la economía de mercado para lograrlo.

Abogado de la Universidad de los Andes, Master in Business Administration del Instituto Panamericano de Dirección de Empresas (IPADE), México D.F., Master en Políticas Públicas de la Universidad de Georgetown, Washington D.C. Se ha desempeñado en diversos cargos del sector privado y público,...