Ilustración: Los Naked.

Fue el propósito explícito de Laureano Gómez: hacer “invivible la República”. Lo dijo tal cual en un discurso pronunciado el 15 de septiembre de 1940 que fue difundido por la Radio Nacional y cuyo texto todavía se guarda en los archivos de la emisora. En esa oportunidad le declaró la “guerra civil” a todos los programas sociales impulsados por el liberalismo reformista, incluyendo la “constitución de 1936”, que no era otra cosa que la reforma más bien tímida –aunque revolucionaria en su contexto– promovida por López Pumarejo unos años antes donde se le otorgaba la función social a la propiedad, se consagraba la libertad de cultos y enseñanza y se permitía la intervención del estado en la economía.

Era, supongo, su forma de hacer trizas los acuerdos. Y lo logró. Una década después, el país estaría bañado en sangre, sumido en una anacrónica y feroz violencia partidista que desembocó en una dictadura militar, en doscientos mil muertos y en la migración forzosa a las ciudades de millones de campesinos.

Después se arrepentiría, como lo habían hecho antes Aquileo Parra, luego de insistir en la continuidad de la caótica constitución de Rionegro que había puesto al país al borde de la desmembración y que resultó en la reacción nuñista y en el fin del experimento radical. O como también lo hizo Uribe Uribe, el promotor principal de la insurrección liberal que luego se convertiría en la guerra de los Mil Días, hasta ahora la más terrible de todas las terribles guerras civiles de Colombia.

(Parra moriría en 1900 casi de pena moral por no haber evitado la guerra de Uribe Uribe y Uribe Uribe sucumbiría en 1914 de un par de hachazos propiciados por unos carpinteros que nunca aceptaron que se hubiera aliado con sus antiguos enemigos conservadores. Laureano moriría años después de la guerra civil de su autoría, una vez reconciliado con sus antiguos enemigos liberales, quienes se hicieron presentes en sus exequias manifestando unas condolencias protocolarias).

Mejor dicho, todo para nada. 

La historia nacional está plagada de este tipo de ejemplos, donde líderes políticos enfrentados a coyunturas políticas poco favorables radicalizan su discurso para dividir y confrontar a una sociedad que fácilmente recurre a la violencia para resolver sus diferencias. 

Antes eran los panfletos, como El Autonomista de Uribe Uribe, o periódicos como El Siglo de Laureano, o los discursos incendiarios en las plazas públicas como los de Gaitán; ahora son las redes sociales, Twitter y las cadenas de Whatsapp. Luego, cuando han incendiado el país, cuando han hecho invivible la república, cuando las fuerzas que han desatado se vuelven incontrolables, se transforman en mansas palomas. En apóstoles, paladines y mártires de la paz, como reza el epitafio del monumento de Uribe Uribe en el Parque Nacional de Bogotá.

La preocupante radicalización del discurso político colombiano de ahora y de siempre es, por supuesto, funcional a los extremos políticos que la promueven. Nada más simbiótico que Petro proponiendo la expropiación de las haciendas de Uribe y Uribe lanzando ataques personales a Petro por sus infinitas contradicciones, incluyendo su hipócrita disposición a promover la lucha de clases viviendo en uno de los suburbios más exclusivos de la ciudad.

La doctora Cabal, con su discurso bolsonarista, logra movilizar a una minoría silenciosa de colombianos que se siente amenazada por la posmodernidad, mientras que Gustavo Bolívar recoge el lumpen anarquismo de la autodenominada primera línea. En cierta medida ambos extremos existen solo en contraposición el uno contra el otro. Por eso, no solamente se necesitan, sino que comparten el propósito común de destruir a quienes están en la mitad.

A los “tibios”, a los “flojos”, a los que no ven el país en blanco y negro sino como una paleta de colores, donde no hay buenos y malos, ni ricos y pobres, ni puros e impuros, ni neoliberales o chavistas, ni terroristas o paracos, sino una cantidad de colombianos imperfectos que hay que poner de acuerdo para resolver los problemas de todos. Y donde las soluciones son prácticas, tomando un poco de la receta política de aquí y un poco de la propuesta ideológica de allá.

Afortunadamente, a pesar de los embates sin tregua, por ahora parece que el centro está aguantando, las últimas encuestas demuestran que los extremos no logran cuajar. 

La intención de voto a favor de Petro no supera el veinte por ciento y todos los candidatos de una putativa fuerza de derecha tampoco llegan a su cifra similar. La aguja política poco o nada se ha movido en los últimos meses a pesar de la creciente radicalización de la conversación política, de la casi desesperada movilización de las bodegas tuiteras, de cadenas de Whatsapp desbordadas y de videos virales cada vez más agrios.

La única forma de no repetir el pasado es el fortalecimiento del centro, que por ahora tiene de su lado a la mayoría del electorado. 
Para eso urge la consolidación de mecanismos que sirvan para la escogencia de candidatos de unidad entre verdes, liberales, nuevosliberales, esperanzados, peñalosistas, cambioradicales, conservadores, partidarios de la U, fiquistas y todos los que no se identifiquen con los extremos. 

No será fácil, por supuesto, pero nadie podrá decir que no estaba advertido. La política es de personas y de personalidades, las fuerzas centrífugas siguen siendo poderosas y los vetos no ayudan. Sin embargo, hay que insistir y persistir si no queremos, nuevamente, acabar haciendo invivible la república.

Abogado de la Universidad de los Andes, Master in Business Administration del Instituto Panamericano de Dirección de Empresas (IPADE), México D.F., Master en Políticas Públicas de la Universidad de Georgetown, Washington D.C. Se ha desempeñado en diversos cargos del sector privado y público,...