La paz se derrumba en Putumayo

Cuando vio el fusil apuntándole a los ojos, la sangre le cayó como un hielo. Aunque lo habían despertado los tiros y los gritos, sólo se paró de la cama cuando oyó los golpes en la puerta. Pum, pum, pum: sonaban desesperados. Se puso el pantalón, corrió y abrió la reja; y los vio.

—Señor, somos Farc, necesitamos hablar con usted.

Samuel Ramírez* lo había vivido antes, pero hacía siete años que no pasaba por una situación así.

No recuerda bien cuándo fue exactamente la última vez que vio tanto guerrillero con ese nivel de armamento en la inspección de Piñuña Negro (Puerto Leguízamo, Putumayo). Pero de lo que sí está seguro es que fue pocos años antes de que las Farc dejaran las armas y firmaran el Acuerdo de Paz en 2016.

Y aquí estaban de nuevo. Era el 26 de agosto de 2021: esta vez sí tiene los recuerdos fresquitos.

Los guerrilleros le dijeron que estaban buscando a un hombre —a los otros dos ya los habían encontrado—, que no le harían daño, pero que colaborara. No sabía, la verdad no sabía dónde podría estar. No le hicieron nada, pero le ordenaron asistir a una reunión que tendrían en la caseta del pueblo.

En la caseta los guerrilleros reunieron a las casi 400 personas que viven en Piñuña Negro, incluyendo a los tres hombres que buscaban y que ya habían encontrado. El comandante los miró, dio unos pasos hacia adelante y habló.

—Señores, somos el Frente Carolina Ramírez de las Farc. No somos disidencias. Para ser disidencia, hay que desistir y nosotros no hemos desistido. La lucha continúa y ya tenemos armada una estructura a nivel nacional al mando de “Gentil Duarte”.

Señalando a los hombres capturados, dijo que eran colaboradores de sus enemigos: los Comandos de la Frontera, el grupo armado que se formó en el Putumayo después de la firma del Acuerdo y que actualmente controla la mayor parte de las rentas ilegales del departamento. Desde ese día, se haría borrón y cuenta nueva. No entrarían a juzgar el pasado, pero sí el presente, dijo.

—Tienen tres opciones. Primero, seguir trabajando en el territorio de una forma neutral y honrada. Segundo, coger la línea, el transporte, e irse. Y tercero, si siguen trabajando con ellos y me doy cuenta, tienen problemas conmigo.

A Samuel lo desconcertaron las contradicciones del comandante. No entendió cómo dijo que no les harían daño, si sus guerrilleros se llevaron a los tres hombres que buscaban. Tampoco entendió cómo, si supuestamente se haría borrón y cuenta nueva, dos de esos hombres desaparecieron.

“Para los que hemos vivido acá toda la vida, la conclusión es muy simple”, me explicó dos meses después en Puerto Asís: “volvió el plomo”.

Cinco años después de firmado el Acuerdo final de Paz con las Farc, en el Putumayo se cerró la ventana de oportunidad que abrió la desmovilización de la guerrilla en uno de los epicentros cocaleros del país. Así lo verificó La Silla, que viajó a la región, como parte de esta serie para documentar lo que ha sucedido durante estos cinco años.

Los bandos reciclados

La guerra que llegó a Piñuña Negro no es nueva. Viene calentándose desde hace más de tres años y, como suele pasar en Colombia, la protagonizan hombres jóvenes que saltan de un grupo armado a otro, que dejan sus armas solo para volverlas a empuñar bajo otras banderas.

La coca es la leña que mantiene prendida la guerra en esta zona al sur del país, separada de Ecuador y Perú por el río que le da el nombre a todo un departamento: el Putumayo, uno de los principales afluentes del Amazonas.

Desde principios de los noventa, las Farc —a través del Bloque Sur; específicamente a través de los frentes 15, 32 y 48— controlaron todo lo que tuviera que ver con la producción de cocaína: el precio al que les compraban la hoja de coca a los campesinos, quién fabricaba la pasta, quién la recogía y adónde la mandaban.

Samuel vivió más de veinte años bajo el dominio de las Farc. Cuando llegó como colono, a principios de los noventa, Piñuña Negro eran tres casas de madera enquistadas entre la selva y el río; y alrededor, hectáreas y hectáreas de coca. Sí, sí sembró. Como buena parte de los campesinos de las zonas apartadas de Colombia, en algún momento raspó matas de coca y recogió, en costales, las hojas que caían para enviarlas a los laboratorios en donde esa hoja se transforma en pasta. Esa pasta, en polvo.

Pero lo que más recuerda de esa época son las normas que imponía la guerrilla. En las zonas que dominaban, las Farc fueron una autoridad incontrovertible. Definían quién podía entrar o salir de una vereda, resolvían pleitos entre vecinos o fijaban qué días se podía tomar y hacer fiesta.

Cuando la guerrilla entregó las armas y se desplazó a las zonas veredales, esas normas se desmoronaron. El vacío de poder se sintió y el Estado, que en el Acuerdo de Paz había prometido llegar a ocupar ese espacio, no lo hizo.

Así, a pesar de que las Farc se fueron, los cultivos de coca quedaron y a su alrededor empezó a germinar un nuevo ciclo de violencia.

“Cuando ellos (las Farc) se fueron, hubo secuestros, hubo robos, hubo amenazas, pero no era ningún grupo armado, sino berracos que miraron el espacio para llegar y, como no había control de nadie, aprovecharon”, recuerda Samuel.

Así, en el occidente del departamento —en los municipios de Orito, San Miguel, Valle del Guamuez y Puerto Asís— empezó a coger más fuerza La Constru, un grupo que crearon, en 2006, paramilitares desmovilizados y que desde entonces mantuvo una alianza con el frente 48 para sacar la coca.

Tras la retirada de las Farc, el miedo era que llegara un grupo de afuera a pelearles el negocio. Nadie extraño llegó.

Al menos 86 miembros del frente 48 no entregaron sus armas para seguir al mando de las rutas y los cultivos de coca. Los lideró Pedro Oberman Goyes, más conocido como “Sinaloa”, que se encargó de restablecer la alianza con La Constru y retomar el tráfico de cocaína.

Por casi dos años, “Sinaloa” fue el rey del sur de Colombia y el norte del Ecuador. Como cuenta el portal especializado en crimen transnacional, InSight Crime, “Sinaloa” comenzó siendo el mandadero de uno de los principales narcos de las Farc que le dio los contactos y los conocimientos básicos para dominar el negocio. 

El poder de “Sinaloa” llegó a ser tal que su alias le dio el nombre a esta nueva organización, conformada por los resquicios de La Constru y los disidentes del frente 48.

Los Sinaloa no siguieron llamándose así. Cuando en marzo de 2019, los subalternos de “Sinaloa” lo mataron por, al parecer, haber perdido un cargamento de cocaína, el grupo pasó a llamarse La Mafía. 

Año y medio después, se rebautizaron como Comandos de la Frontera y, en marzo de este año, cuando anunciaron su ingreso a La Segunda Marquetalia —la disidencia que dirige el excomandante de las Farc “Iván Márquez”—, le agregaron un epígrafe. Ahora se llaman Comandos de la Frontera (Ejército Bolivariano).

Ellos no son los únicos que reclaman ser los herederos de las Farc.

Desde comienzos del 2018, la Defensoría del Pueblo viene alertando las expediciones que han hecho en el Putumayo los hombres que hicieron parte de los frentes primero y séptimo de esa guerrilla y que no abandonaron las armas.

A esa disidencia la comanda “Gentil Duarte”, un mando medio de las Farc que ahora es uno de los hombres más buscados de Colombia.

“Duarte” opera en el Putumayo a través de disidentes del frente 32 que crearon un nuevo grupo al que llamaron Frente Carolina Ramírez.

A diferencia de los Comandos de la Frontera, que tienen presencia en el sur y el occidente del departamento (la cuenca del río Putumayo), la influencia del Frente Carolina Ramírez está en el norte y el oriente del departamento; especialmente, en la cuenca del río Caquetá en los municipios de Puerto Leguízamo, Puerto Guzmán y Puerto Caicedo.

El comandante de los Carolina, como comúnmente se les conoce, es Danilo Alvizú, un guerrillero que se acogió al Proceso de Paz y, en menos de dos años, retomó las armas.

En Putumayo, nadie es capaz de hablar de un grupo armado en público. El miedo por las amenazas que se han materializado en crecientes asesinatos selectivos hace que todos quieran hablar en la seguridad de su propia casa.

Liliana Duque* me invita a la suya. Lleva más de diez años trabajando en procesos sociales y, como casi todos los dirigentes de organizaciones sociales del país, acompañó el Acuerdo de Paz y participó en su divulgación. Allí conoció a Danilo Alvizú. Lo vio en La Carmelita, la zona veredal en Puerto Asís adonde llegaron los guerrilleros de las Farc para transitar hacia la vida civil.

Cuenta que Alvizú era conocido en Putumayo por ser la mano derecha de Ramiro Durán, uno de los principales líderes del Bloque Sur que entregó sus armas y sigue cumpliendo con el Acuerdo de Paz (como la mayoría de los 13 mil guerrilleros desmovilizados). Incluso, entre la aparente protección de las cuatro paredes de su estudio, no es capaz de decir su nombre en un tono habitual; cada vez que lo menciona baja la voz.

“Danilo era como el encargado de las comunicaciones del partido. Tú siempre lo veías detrás de una cámara”, susurra.

Antes de convertirse en comandante de frente, Alvizú compartía en su cuenta de Facebook los contenidos del partido que crearon las Farc. El 5 de julio de 2018, publicó algo distinto. Escribió un poema al que llamó Sentimientos.

“Dos sentimientos pueblan la mente:

seguir la ruta triste de la muerte y la desesperanza,

o dar pasos seguros hacia un futuro construido

por el impulso de deseo justo”, dice la segunda estrofa.

Lo acompañó de una foto suya. Es la primera en la que aparece cargando un fusil desde el día en que llegó a la zona veredal de La Carmelita para dejar de ser guerrillero.

Danilo Alvizú

El plomo

Apolinar Rivero, expresidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda de Lorencito (Piñuña Negro), desayunó por última vez con su familia el 30 de septiembre. Mientras lo hacía, integrantes de los Comandos de la Frontera entraron a su casa, le dispararon y mientras yacía su cuerpo en el piso, le pasaron a uno de sus hijos un pedazo de papel con la “justificación” del asesinato: “Por sapo”.

Ese mismo día, también mataron a Henry Perea Montaño, integrante del consejo comunitario Afromayo.

Ambos habían ayudado a cargar unos mercados al Frente Carolina Ramírez durante su incursión en Piñuña Negro a finales de agosto, a ambos les pidieron “favores” a los que no pudieron negarse, a ambos los Comandos los consideraron colaboradores de Danilo Alvizú.

“Nosotros creíamos que los Comandos entendían lo que es colaborar — me explica Samuel que conoció a ambos líderes afro asesinados—. Para nosotros, el concepto de colaborar es tener, digamos, empatía y hacer las cosas de forma voluntaria. Ellos (los Carolina) los obligaron a llevarles unos mercados. Por eso fue que los mataron. ¿Sí me entiendes?, pero no fue voluntariamente, sino que, como se dice, les tocó”.

Morir por cumplir órdenes disfrazadas de favores es un rasgo del conflicto armado en Colombia que está volviendo a tomar fuerza en el Putumayo. A veces pasa por ingenuidad.

A veces, como me comentaron líderes de Puerto Asís, Villagarzón y Orito, pasa porque los campesinos desconocen la dinámica actual del conflicto. Piensan que los combatientes que vieron antes llevar los brazaletes de las Farc —a los que conocieron y respetaron mientras los dominaron— siguen juntos en un mismo bando. No saben que ahora hay dos frentes que se pelean a muerte y, por eso, pecan.

“Acá hemos visto casos en los que la gente ha tenido que prestar el bote y por eso llegan y los matan; casos en los que tú vendes una gallina y por eso te matan, o casos en los que simplemente le diste agua a alguno de los dos grupos y por eso te matan”, dice Yury Quintero, coordinadora de la Red de Derechos Humanos del Putumayo.

A pocas horas de que caiga un aguacero, Yury me deja entrar en una casa de rejas blancas cerca del centro de Puerto Asís. La poca luz que se cuela por entre las nubes cargadas de agua alcanza para mostrar su cara de cansancio. Ser el cántaro de las denuncias de los abusos de los grupos armados en todo el Putumayo ciertamente la desborda.

Desde los cuatro años está metida en el mundo de las organizaciones sociales y dice haberlo heredado de su madre, Nidia Quintero, que, cómo ella, fue miembro de la Federación Nacional Sindical Unitaria Agropecuaria (Fensuagro). Como muchos líderes en Colombia, habla en plural mayestático.

“Lo que nos llevó a ser dirigentes fue haber conocido las reivindicaciones de las marchas cocaleras de 1996 —me dice—. Eso fue trascendental para que muchos nos motiváramos y viéramos la necesidad de organizarnos. Mi mamá fue vocera en esas marchas, fue amenazada y, por eso, nos tuvimos que ir de Orito y llegamos a la zona rural de Puerto Asís”.

Es la única líder que no pide el anonimato. No pide que se le cambie el nombre, pues cree que, entre más visible sea, entre más personas oigan de sus denuncias, más protegida va a estar de los grupos armados. Y necesita de esa protección.

El 28 de febrero del año pasado, se dio cuenta de que la iban a matar cuando vio la silueta de sus asesinos dibujarse en su ventana. Los dos hombres parquearon la moto en frente de la sala de su casa, protegida del mundo exterior por una ventana polarizada, y, por eso, no la vieron. Ella, en cambio, sí pudo ver las pistolas que cargaban.

Un mes antes, los Comandos de la Frontera habían asesinado a su compañero Yordan Tovar, directivo del Sindicato de Trabajadores Campesinos Fronterizos del Putumayo (Sintcafromayo), que es filial de Fensuagro. La orden de los Comandos era acabar con el sindicato, así como pidieron acabar otras organizaciones del departamento como la Asociación de Desarrollo Integral Sostenible Perla Amazónica (Adispa). Como no lo hicieron, mataron a Yordan. Ahora venían por ella.

Se salvó porque los asesinos llegaron muy temprano y se quedaron, con las armas en la mano, bajo un árbol esperando a que se hiciera más tarde. Eso le dio tiempo para llamar a la Defensoría del Pueblo y a la Policía, que los terminó capturando.

Además de proteger los derechos humanos, Yury tiene algo más que aumenta su riesgo: ha defendido la sustitución de cultivos de coca. De hecho, estuvo en La Habana, en los diálogos de paz entre el Gobierno y las Farc, hablando de cómo debía concebirse esa política.

“Siempre hemos sabido que no se trata de la sustitución de una mata por otra, sino de las causas de por qué existe la coca —dice—. Si no lo hacemos, vamos a estar siempre en una guerra en la que ni siquiera nos consultaron. Fue una cosa que apareció como la solución a nuestros problemas estructurales, porque la coca es el Estado que nunca ha estado”.

El fracaso de la sustitución

Uno de los puntos centrales del Acuerdo de Paz que firmó el Gobierno con las Farc es la sustitución de cultivos de coca. Para llevarla a cabo, se creó el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (Pnis), que consistía, básicamente, en que el Estado firmó acuerdos con familias cocaleras para que estas erradicaran sus cultivos. A cambio, recibirían unos pagos y el apoyo técnico para un proyecto productivo que les permitiría transformar sus condiciones de vida y así no tener que depender más del narcotráfico.

En estos cinco años, ese programa ha avanzado en el pago que se les prometió a las familias para que pudieran sobrevivir después de haber erradicado, pero va lento en los proyectos productivos para que los campesinos puedan vivir después de la coca.

Putumayo es el departamento en el que más familias se metieron al Pnis. En total, hay 20.350 familias inscritas, el 20,54 por ciento de las 99.097 que conforman el programa en todo el país.

Luego de tres años de haber erradicado, de esas 20 mil, de acuerdo al último informe de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc), menos de mil cuentan con un proyecto productivo.

Ese retraso es el mejor argumento que tienen los grupos armados para expandir su negocio, pues, en las zonas pobres y apartadas de Colombia, las riquezas que trae la coca son un salvavidas.

“Cuando llegaron los primeros grupos a Piñuña Negro, por allá en 2018, dijeron que iban a subir el precio de la arroba y lo hicieron. La gente se puso feliz y dijo: ‘No aquí es que es’. O sea la gente estaba asfixiada (después de haber erradicado) y eso les dio un airecito”, dice Samuel, que hace parte del programa de sustitución.

Eso ha hecho que campesinos que arrancaron sus matas volvieran a sembrarlas. Putumayo es el departamento con mayor porcentaje de resiembra: 1,7 por ciento; y, con 19.986 hectáreas, es el tercero con más cultivos de coca. La mayoría se encuentra en la frontera con Ecuador, en los municipios de Puerto Asís, San Miguel y Valle del Guamez.

Los tres, bajo el dominio de los Comandos de la Frontera. Eso les da el control de las principales rutas de tráfico, que conectan a los cultivos con los vendedores en Ecuador —uno de los principales surtidores de cocaína en todo el mundo —, Peru y Brasil. 

Defender la sustitución de cultivos, en este mundo, es atacar la principal fuente de ingresos de los grupos armados. Y ellos toman represalias. Al menos seis, de los poco más de 20 líderes sociales asesinados en los últimos tres años en Putumayo, promovían la política de sustitución.

Pero no es solo eso. El fracaso de la sustitución también les está costando su credibilidad, su mismo rol de líderes sociales está en jaque.

“Estos manes (los grupos armados) están llegando a las veredas con un discurso bien armado. A las familias que se metieron al programa les dicen: ‘Ustedes fueron unos bobos, cómo se fueron a meter a ese programa. Si el Gobierno no nos cumplió a nosotros que tenemos las armas, cómo les van a cumplir ustedes’— me dice Liliana Duque—. “’Siembren coca, dejen de ser bobos, siembren coca’”.

Liliana lleva más de cinco años luchando por la sustitución de cultivos de coca. Hasta que los Comandos la amenazaron el año pasado. Desde entonces, aunque todavía se reúne con campesinos de todos los municipios del Putumayo, no lo hace con la misma frecuencia.

“Una de las cagadas fue que en el país, no solo en el Putumayo, los que nos patoneamos las veredas convenciendo a la gente de meterse al Pnis fuimos nosotros, los dirigentes. No fue el Gobierno. Y ahora somos los que pagamos por eso”, dice.

La paz de los conejos

Las amenazas de muerte son una forma de tortura psicológica. Así lo han determinado algunos jueces en Estados Unidos  que han dicho que una persona es torturada psicológicamente cuando es “consciente de la impotencia para evitar su propia muerte”.

Desde enero de 2020, según datos de la Defensoría, al menos 415 personas han sido víctimas de amenazas de muerte en Putumayo. La mayoría han ido dirigidas a líderes sociales.

Samuel Ramírez, Liliana Duque y Yury Quintero han visto cómo su vida se les derrumba con cada amenaza. Liliana y Yury han tenido que huir, que abandonar su casa y buscar refugio en otro pueblo. Yury me confesó que no tiene estabilidad, “que no sabe si ha sido una buena madre” porque ha tenido que moverse constantemente creándoles una gran inestabilidad a sus hijos, pero que, a pesar de ser desplazada desde los cuatro años, continuará defendiendo derechos humanos porque “se enamoró de esto”.

Liliana dice que la vida de un líder entre cultivos de coca es como la de los conejos, “saltando de un lado a otro”, y a veces imagina un futuro distinto.

“Lo más fácil sería dejar esta mierda tirada, que mi esposo se dedique a la finca y yo dedicarme a hacer otras cosas— dice y toma un aire—. Sí, eso puede ser, puede ser lo más fácil, pero no sé. No sé porque no lo hago, no sé porque uno no puede dejar de hacer esto. Es una vaina loquísima”.

Samuel se ha convencido de que morir es la única salida.

—Sé que no le puedo hacer gambeta a la muerte —me dice a pocos minutos de terminar nuestra entrevista en Puerto Asís—. Si tuviera una opción, le haría, pero ya tengo bien claro que no la hay; entonces para qué busco más opciones. Cuando, por ejemplo, he tenido atentados, que los he sufrido, nunca he pensado: “uy me salvé de la muerte”. No. Yo lo que pienso es que me tocó la puerta para recordarme que algún día volverá, pero no me he salvado. Jamás pasa por mi mente la idea de que yo pueda salvarme.

—¿Qué te ha llevado a pensar eso?

—Las cosas que he visto me han hecho reflexionar qué es la vida y qué es la muerte. Pero yo te aconsejo que no lo hagas, porque te desmotivas, porque llegas a ver que la vida no es que sea tan bonita.

Y efectivamente, cinco años después de la firma de un Acuerdo que prometió cambiarlo todo, la vida en Putumayo no es tan bonita.

*Los nombres originales de estas personas fueron cambiados por su seguridad.

Estudié Literatura y Filosofía en la Universidad de Los Andes y de ahí salí a hacer la práctica en La Silla Vacía. Cubrí Bogotá, el Caribe y, ahora, política y Congreso. @jpperezburgos

Soy la Coordinadora Gráfica de La Silla, donde trabajo con periodistas para contar historias sobre el poder en Colombia de manera gráfica e interactiva. Me encargo de mantener la identidad visual en la página web y en los contenidos que publicamos en redes sociales.