columnista Marta Ruiz

La semana anterior el presidente Petro dijo en la plaza pública de El Salado, corregimiento del Carmen de Bolívar, que: “Argos se quedó con la tierra de los desplazados, no voy a acusarlos de la masacre, pero se quedó beneficiaria del fruto de la masacre y de la sangre”. De inmediato esta empresa respondió arguyendo su buena fe en la compra de 6.600 hectáreas en los municipios del Carmen y Ovejas. Quisiera aportar algunos elementos de contexto sobre ese caso que se ha convertido en un símbolo del despojo y en el mejor ejemplo de cómo funcionó el entramado de la guerra. 

Corría el año 2002 cuando el presidente Álvaro Uribe declaró a Montes de María y Arauca como zonas especiales de rehabilitación. Fueron los primeros laboratorios de la seguridad democrática, apoyados en el Plan Colombia. ¿Por qué esos dos lugares? Por el petróleo. Arauca era el principio del oleoducto Caño limón y Coveñas, en Sucre, el final. Montes de María era por tanto una región estratégica.

En el siglo pasado esta era una subregión con siete municipios de Sucre y Bolívar (hoy son 15) que estaban enclavados en un pequeño pero rico sistema montañoso entre el Rio Magdalena y el Golfo de Morrosquillo. Poblado por mestizos, indígenas y afros, fue durante todo el siglo XX el escenario de fuertes luchas agrarias contra el latifundio improductivo. De hecho, fue el sitio elegido por Carlos Lleras Restrepo para lanzar la ANUC y su reforma agraria, con discursos mucho más radicales que los de Petro contra los gamonales y terratenientes rentistas. En esos años muchas familias campesinas obtuvieron parcelas de máximo 12 hectáreas, y otras  después de 1994 cuando con la Ley 160 se retomó la adjudicación de tierras con créditos de la Caja Agraria. 

Hacia mediados de los noventa las FARC-EP -que ya estaban en la región- se hicieron fortísimas en la parte montañosa y desde ahí pretendieron dominar toda la región. Los ganaderos, cansados del secuestro y la extorsión clamaron a Carlos Castaño que enviara su ejército de matones a esa parte del Caribe. Pero como una guerra es cara y ellos no iban a financiarla, era obvio que los narcotraficantes, a la postre dueños de inmensas tierras en las partes bajas y costeras de este territorio, tendrían que entrar en la guerra y así consolidar sus rutas de comercio ilícito. 

Llegaron con la máscara de las Convivir, promovidas por el propio Estado. Para 1997 cuando estas quedaron al desnudo, sin fuero legal, los principales miembros de ellas (como Rodrigo Cadena y Eduard Cobos) se convirtieron en los jefes paramilitares de las AUC bajo el mando de Mancuso. Entonces vino la “expedición” de masacres. 

Primero fue Pichilín, un pequeño pueblo en lo alto de las montañas entre Colosó y Morroa. De allí todo el mundo se marchó, excepto un anciano que terminó hablándole a los árboles. Luego siguieron Macayepo, Chengue, El Salado, Las Brisas, Capaca, Los Guaimaros…. puedo seguir hasta llenar la página con más de 50 nombres de caseríos arrasados. Entre el año 2000 y el 2005 por lo menos un millón de campesinos de la región Caribe se desplazaron y perdieron sus tierras. Solo en el Carmen de Bolívar, otrora pueblo próspero, el 80% de los habitantes del sector rural fueron desterrados. 

Las AUC, en cabeza de Mancuso y Jorge 40, crearon un gran bloque en el norte del país que iba de Catatumbo a Urabá, de la margen del río Magdalena al mar Caribe, incluidas sus islas. Era un proyecto contrainsurgente al tiempo que mafioso. El sur de Bolívar, Catatumbo y el Bajo Cauca estaban henchidos de cultivos de coca, y laboratorios, y la cocaína se movía por este terrtorio y era exportada por la costa ante lo ojos de todos.

Así en 2002 cuando Uribe declaró a Montes de María como zona de rehabilitación, las AUC ya dominaban la región por todos sus flancos. En lo político tenían gobernadores, alcaldes, diputados, senadores, representantes, fichas en las altas cortes, el DAS, las Fiscalía, el Incoder…etc. Tenían el poder económico pues ya eran dueños de buena parte de la tierra y de los contratos del Estado, particularmente de las regalías que recibían a borbotones Coveñas y Tolú. Todo eso se combinaba con una boyante economía del narcotráfico. 

En medio de semejante panorama, Argos compró sus primeras tierras en San Onofre, Sucre, municipio donde el temido Rodrigo Cadena tenía su cuartel general. La empresa estaba obligada a compensar el daño ambiental de su actividad cementera con siembra de bosques. Gracias a una ley de incentivos forestales, esta compensación se volvió negocio: sembrar teca, una madera fina y carísima, que tiene un mercado internacional asegurado. Es cierto, como lo dice Argos en su carta, que hicieron muchos estudios ambientales y de suelos y se dieron cuenta de que esta región tenía unas condiciones excepcionales: bosque seco tropical, y, además, pegada al golfo de Morrosquillo donde Argos también ha invertido en un puerto. La tierra era barata porque en su éxodo, la gente dejó las tierras. Argos decidió no solo quedarse sino expandirse a otros municipios y es ahí cuando pone sus ojos en El Carmen, Ovejas, etc.

A pesar de que las AUC habían supuestamente “vaciado” el territorio, las FARC-EP seguían siendo fuertes en las montañas de esos municipios y en algunas cabeceras urbanas. Las Fuerzas Armadas, en cabeza de la Infantería de Marina, se lanzaron a una guerra a muerte contra esta y otras pequeñas guerrillas que hacían invivible la región. La guerra fue terrible. Cientos de infantes de marina murieron en emboscadas, decenas de centenas perdieron las piernas, los ojos, los oídos en campos minados. Los guerrilleros también murieron por montones, pero sobre todo, desertaban, acosados por el hambre, la sed, los bombardeos y un sufrimiento inenarrable. 

La guerra también fue contra los campesinos y campesinas. Después de desmovilizadas las AUC, que había dejado su rastro de ríos y montañas, se vivió un tiempo de ejecuciones extrajudiciales, desapariciones, despojos y capturas masivas. Estas últimas fueron una práctica nefasta de la fuerza pública porque se basaron en una inteligencia sesgada, basada en la estigmatización de pueblos enteros como Ovejas donde en un solo día capturaron a 130 personas. Entre paramilitares, guerrilla y fuerza pública casi acaban con la organización campesina de un siglo.

En 2007 se produjo la “batalla” final con un bombardeo donde murió Martín Caballero. Así la guerrilla fue aniquilada en esa región. Entre tanto, el presidente Uribe y su círculo más cercano afanaba a sus paisanos en Medellín y Envigado a comprar tierras e invertir en Montes de María. La secuencia lógica que anunciaba el entonces presidente era: primero la derrota militar y luego la consolidación a través de la “confianza inversionista”. Montes de María era dibujada en las conversaciones en los clubes paisas como una tierra de promisión, un territorio a colonizar.  

Uno de los primeros en invertir fue Álvaro Ignacio Echeverría, miembro de una reconocida familia de la élite intelectual antioqueña y quien desde esos primeros años de Uribe compró un predio bastante grande en Córdoba Tetón, municipio aledaño a El Salado. Según su propio testimonio, allí contaba con la protección de la armada y el Ejército, gracias a que él, astutamente, les dio una tierra para que construyeran una base dentro de su finca. 

En diversas ocasiones él ha relatado que entre los negociantes de Medellín y Envigado, casi todos amigos de Uribe, se sabía que Argos estaba interesada en comprar diez mil hectáreas, pero ya englobadas. También suele contar que algún comandante de la Armada les pidió que invirtieran en Montes de María antes de que se produjera un retorno de los desplazados a quienes consideraban guerrilleros de civil y milicianos. 

La consolidación de la seguridad democrática se haría de la mano de los empresarios, decían algunos militares, quienes se comprometieron con la construcción de una carretera que uniera el Río Magdalena con el mar Caribe: la transversal del Montes de María. Y la hicieron. Así pues se fue creando un sesgo anti-campesino en la estrategia contrainsurgente que, alineada con cierta visión del desarrollo, aseguraba que el progreso de Colombia depende del billete de los empresarios, por encima del capital humano que tienen las regiones. En honor a la verdad no todos los militares actuaron bajo esa lógica y hay excepcionales muy notables como la del General Rafael Colón. 

La compra masiva de tierras se hizo a una velocidad sorprendente y con todo tipo de artimañas. Para entonces la Caja Agraria en liquidación le había entregado a la central de inversiones CISA la cartera morosa de la entidad. Los negociantes accedieron a estas bases de datos y se dieron a la tarea de buscar a los desplazados en los cinturones de miseria de Sincelejo, Cartagena y Barranquilla para pedirles mediante argucias, verdades a medias y engaños, el traspaso de los títulos. Casi siempre exhibían el saldo de las deudas, los asustaban con las acciones que podría emprender el banco para luego ofrecerles su “ayuda” con la deuda y encima les darían doscientos o trescientos mil pesos por hectárea. Mucha gente sintió que le estaban haciendo un favor. Los intermediarios tomaron la tierra y a cambio les dejaron a los compesinos la desesperanza, el miedo, la desprotección y la derrota. Se trato de una contrarreforma agraria exprés. 

Ya es leyenda, pero absolutamente cierto, que para consumar esta operación las notarías trabajaron 24 horas seguidas durante varias semanas. Había que acelerar porque otra parte de la institucionalidad, la que intentaba el retorno de los desplazados, anunciaba la protección de las tierras y la prohibición de su venta hasta tanto no se comprobaran las circunstancias en las que se daban estas transacciones. No faltó quien dijera que era una medida contra el “libre” mercado. 

Quiero destacar un elemento común en varios de los “negociantes” de tierras con los que hablé en aquella época: el racismo y el desprecio que expresaron por los campesinos de Montes de María. Un alto directivo de Colanta, que fue uno de los compradores, me explicó que la tierra en manos de los campesinos era un desperdicio porque “ellos no saben trabajar la tierra”. Expesaba aquel viejo prejuicio de que “los costeños no trabajan” y cierta amargura de que de tierras tan privilegiadas estuviesen siendo usadas para cultivos de subsistencia. 

En la misma línea, un directivo de Argos también mencionó con orgullo, frente a un bosque de Teca que: “nosotros les enseñamos a trabajar a estas personas. Ellos no sabían ni cumplir horarios”. Los argumentos de Echeverría son más simples. Como el típico paisa avispado que dibuja don Tomás Carrasquilla en sus cuentos, argumenta que así son los negocios. Y que compró a 200 mil pesos hectárea y vendió a tres millones porque esa era la tajada que merecía por las vueltas que tuvo que hacer. A todos estos personajes les compró Argos las tierras ya aglomeradas.

La Corte Suprema de Justicia ha dicho en varias sentencias que la buena fe se presume de entrada en cualquier caso, pero, la buena fe exenta de culpa, debe ser probada. Como se sabe, la ley de víctimas invirtió la carga de la prueba: es Argos quien debe demostrar que actuo de manera ingenua. Pero hasta ahora en los casos litigados en restitución de tierras la empresa no ha podido demostrar su ausencia de culpa ni su buena fe. 

Por el contrario, con base en los hechos anteriores, la justicia ha dicho que Argos no cumplió con la debida diligencia que se espera de una empresa multinacional que cotiza en las grandes bolsas del mundo; que está entre los cinco grupos más poderosos del país; y que para remate hace parte de pactos globales por las buenas prácticas en derechos humanos. Según los jueces, es improbable que una empresa de su tamaño y capacidad ignorara el contexto en el que se produjeron las compras ventas de tierras, menos aún sus implicaciones. En varias sentencias se califica la conducta de Argos como una forma de despojo. 

En un terreno puramente ético se puede decir que la empresa actuó de manera oportunista y negligente. Los directivos de entonces se comportaron como simples negociantes y no como empresarios serios y modernos. Este caso demuestra que en la guerra se tejieron entramados de intereses donde cada quien se metió al baile cuando le tocaron la música que le gustaba. Y también es la prueba fehaciente de que en la guerra hubo perdedores netos, como los campesinos; pero también grandes beneficiarios. 

A favor de Argos hay que decir que una vez se aprobó la Ley de Víctimas y el escándalo de las compras masivas se convirtió en un riesgo reputacional, el grupo empresarial canceló su proyecto en esos municipios. Creó la Fundación Crecer en Paz, que se mantiene bajo su tutela para el manejo de las 6.600 hectáreas ya adquiridas. Una parte de ellas han sido devueltas a los campesinos a través de procesos judiciales. En el papel actual de la Fundación en ese territorio tiene tanto defensores como detractores. 

Altos directivos de la empresa han reconocido como un error el no haber tenido en cuenta a las comunidades. Ellas se oponen al monocultivo de madera y defienden la cultura campesina y la diversidad en sus modos de producción que los convirtió durante mucho tiempo en la despensa alimentaria del Caribe. Montes de María no era un territorio baldío urgido de colonización empresarial como se decía en ciertos círculos de Medellín. Era el hogar de mucha gente que había luchado fervorosamente para estar allí. 

Como un acto de reparación, Argos construyó la carretera de El Salado. En el camino de la no repetición se dotó de un manual para la compra de bienes inmuebles que aplica para todas sus transacciones futuras. También acaba de donar mil hectáreas sanas para que el gobierno las incluya en su reforma agraria. Ejemplo que deberían seguir otros empresarios. 

Sin embargo, es una lástima que Argos mantenga su anacrónico discurso sobre la buena fe que la llevó a esas compras, en lugar de reconocer con gallardía que su actuación fue oportunista e incentivó el despojo. Debe pedir perdón. Eso incrementaría su reputación y sanearía un poco esas heridas. En un escenario de reconciliación, Argos podría pasar de ser el villano a convertirse en un actor relevante del desarrollo sostenible y humano. Un desarrollo económico que conduzca a la paz que tanto se merecen los Montes de María.

Pido disculpas, amable lectora y lector, por la extensión de esta columna. 

Marta Ruiz es periodista y fue Comisionada de la Verdad en Colombia. A lo largo de su profesión ha cubierto diversas dimensiones de la guerra y la paz en su país, por el que ha recibido premios como el Rey de España, el Simón Bolívar, el premio de la SIP. Hizo parte del equipo de Revista Semana...