Luis Guillermo Vélez
Luis Guillermo Vélez Cabrera, columnista de La Silla Vacía.

El presidente se recostó cansado sobre un sillón de la casa privada del palacio presidencial. Estaba solo y pudo meditar tranquilo sobre la decisión que habría de tomar. Podría radicalizar su discurso, acudiendo a las masas populares para presionar las reformas prometidas. Su corazón estaba en eso, no quería sentirse como un traidor a la causa del cambio que había defendido por décadas. Defraudar el pueblo era su gran temor.

O podría ceder. Sería jugar el juego de la política colombiana. El de la transacción, el del cambio por pedacitos. El cambio incremental que llamaban los tecnócratas. Lo había visto una y otra vez en sus veinte años como congresista y no le gustaba. Conocía el viejo adagio de sus excolegas: el primer año es del presidente, el segundo es compartido, el tercero es del congreso y el cuarto es de nadie. Quizás así podría impulsar algunas de las reformas y luego, sobre el éxito de los avances imperfectos, podría intentar otras más.

Tenía cómo. Gracias a Roy el Congreso le comía en la palma de la mano. Ni los ricos se habían atrevido a chistar sobre la reforma tributaria más dura en generaciones. Hasta la acabaron aplaudiendo cuando se dieron cuenta de que podía ser peor. Si seguía cosechando triunfos, su popularidad llegaría a la estratosfera. De aquí en adelante cualquier resistencia sería inútil.

Por eso hubo sorpresas en la rueda de prensa de ese 27 de febrero de 2023. Había decidido calcular con cautela sus pasos: le apostaría a lo que había funcionado en el pasado, no al balconazo.

Sacó a la ministra Corcho para mandar un mensaje de mesura y ratificó a Alejandro. Tranquilizó a Dilian y llamó al otro Gaviria para que se tomaran un tintico. Fue humilde en aceptar los reparos de sus ministros a la reforma a la salud. Prometió tomarlos en cuenta, pero insistió en elementos de su propuesta: pago directo, límites a la integración vertical, Caps en la periferia, un régimen de formalización de los trabajadores sanitarios. Capitalizaría a la Nueva EPS; las otras seguirían, si querían o podían.

La reforma pasó como por entre un tubo. En junio del 2023 ya era ley de la República. Los opositores quedaron viendo chispas. Las instrucciones a Ocampo fueron claras: me saca también la pensional, sobre todo las mesadas a los ancianos no cotizantes. Así toque darle gusto a Norma Hurtado. Estos eran millones de votos. Y me hace el favor, señora ministra de Trabajo, de bajarle a eso de los derechos sindicales en la reforma y me empuja los pagos de extras, nocturnos y festivos. Ningún parlamentario se atrevería a negarlos. Ah, y doña Cecilia, si es tan amable de meterle duro a la compra de tierras hablando con los gremios del agro, que seguro que le ayudan.

Para mediados del año la aplanadora había pasado por encima de todos. Las encuestas eran destellantes, a niveles del mismísimo AMLO, inclusive a pesar de los enredos de la paz total. Hasta los guerrilleros se dieron cuenta de que el presidente tenía la sartén por el mango y calcularon que la mejor estrategia era hacerse pasito. Al igual que hicieron los cacaos, quienes pragmáticamente propusieron participar en un acuerdo nacional amplio para impulsar las iniciativas gubernamentales. En cuanto a los alcaldes de la oposición, en vez de confrontarlos con metros subterráneos, juegos panamericanos fallidos e inseguridad desbordada, ¿qué mejor que la fórmula de la cohabitación que ya se había intentado entre Uribe y Lucho?

Con la reforma pensional, la de salud y la laboral en el cinto –incompletas pero suficientes– vendrían en los años siguientes las demás. El éxito trae el éxito, como dicen. La reforma educativa diseñada por un Gaviria empoderado fue audaz. Nunca había sido tan cierto aquello de que no hay cuña que más apriete que la del mismo palo. Las universidades privadas no quedaron muy contentas, pero hubo bastantes más recursos para las públicas. La materialización de la educación como derecho consolidó la infatuación de los jóvenes con el progresismo, logrando atajar el resbalón hacía la derecha que ya mostraban algunas encuestas.

La reforma a la ley de servicios públicos no fue fácil, pero al final el presidente logró modificar las composición y alcance las comisiones regulatorias, saliendo a celebrar la superación de la “oscura noche neoliberal”. No cayó en la tentación de paralizar las obras de infraestructura vial –más bien exigió que le dieran un papel protagónico en las inauguraciones– y cuando fue a China en vez de insistir en el cambio del contrato del metro (lo que mortificaba infinitamente a Xi) se sumó al Road and Belt Initiative. Ahora tenemos medio país en obra ferroviaria financiado con generosos capitales chinos.

El presidente Petro debe estar tranquilo en este su último año de mandato. Su liderazgo internacional es indiscutido, se le compara con Pepe Mujica y con Lula en sus mejores épocas. La transición energética implementada es un ejemplo para el mundo. En vez de marchitar a trancazos una industria esencial para las finanzas públicas, el Plan de Mediado Plazo extendió la sustitución energética a quince años. Esto permitió explotar nuevos yacimientos de gas y así evitar las importaciones de Venezuela. Los inversionistas estaban felices y la gente común también. Pocos se imaginaron al principio del gobierno que no solo se cumpliría la regla fiscal, sino que los indicadores financieros del Estado mejorarían.

La tentación de quedarse un período más en grande. Las fuerza vivas del país se lo han pedido. Un cambio del articulito hasta es posible. Sin embargo, siendo consecuente con la estrategia de progresismo incremental que se fijó ese 27 de febrero, dominaría sus pasiones. Con la oposición hecha trizas, la elección del 2026 estaba prácticamente ganada. El presidente será “el que diga Petro”. Solo le quedaría por escoger entre María José, Gustavo o Alexander, habiendo descartado a Iván por radical. Habrá petrismo para las próximas décadas, de eso estaba seguro.

¿Qué hubiera sido, se preguntaba con frecuencia el presidente, si a principios de 2023 hubiera optado por buscar improvisados apoyos en la calle, dinamitando su coalición parlamentaria y llenando el gabinete de activistas? El gobierno se hubiera estancando. Las reformas se hubieran hundido, su popularidad sería raquítica. El sistema de salud se hubiera desmoronado, con cada muerto achacado a la negligencia del gobierno. La economía y el empleo estarían deprimidos. En el afán por conservar algo de maniobrabilidad política se hubiera repartido mermelada sin misericordia, con los concebidos escándalos. En el desespero por dar resultados, alguien hubiera abierto la caja de Pandora constituyente, haciendo que las cosas fueran peores para el gobierno. Lo que la oposición necesitaba era un elemento aglutinador y qué mejor que el adelanto de la campaña presidencial. En pocas palabras, todo sería un desastre. 

Abogado de la Universidad de los Andes, Master in Business Administration del Instituto Panamericano de Dirección de Empresas (IPADE), México D.F., Master en Políticas Públicas de la Universidad de Georgetown, Washington D.C. Se ha desempeñado en diversos cargos del sector privado y público,...