columnista Marta Ruiz

En Colombia ha hecho carrera una frase hueca para explicar la violencia, el hambre, la corrupción y todas nuestras taras: no hay Estado. Y digo que es una frase hueca porque en realidad en casi todos los lugares del país hay algo de Estado, incluso si se trata apenas de una junta de acción comunal o una escuela. El asunto es que el Estado no funciona. Es una entelequia. En parte por problemas graves en su diseño que no corrigió la Constitución de 1991 (como el ordenamiento territorial), y en parte porque el sistema político, fragmentado y endémicamente clientelar ha hecho que las instituciones estén capturadas por intereses privados, criminales y lejos de los ciudadanos.

En los múltiples testimonios que escuché como parte de la Comisión de la Verdad recuerdo el de un político que me dijo que se había aliado con las AUC por la falta de Estado. Me contó que sostuvo reuniones con Mancuso, invitado por el gobernador de Córdoba y de oficiales del Ejército y la Policía. Aunque le hice notar que el gobernador y las fuerzas armadas son parte del Estado, él se sonrió y me dijo que no, que el verdadero Estado funciona en Bogotá o desde allí.  

En tiempos de guerra, el “Estado” se puso en algunas regiones del lado de los paramilitares o les dejó el vacío para que funcionaran a sus anchas. Donde más prosperaron las AUC lo hicieron justamente porque hubo complicidad de ciertas instituciones que les hicieron más fácil masacrar impunemente y robar tierras a manos llenas. En otras regiones efectivamente no había Estado porque las FARC-EP sacó a bala lo poco que se estaba construyendo luego de oficializada la descentralización. Esa guerrilla masacró concejales, mató y amenazó a los alcaldes, jueces y a todo lo que oliera a instituciones. Luego, cuando firmaron la paz, se quejaron de que en esas selvas donde ellos gobernaban no había Estado…obvio.

En muchos lugares no hay “Estado” porque lo que llegan son unos “operadores” que se llevan miles de millones en programas de desarrollo agrario o de sustitución de cultivos, mientras las secretarías de agricultura de los municipios son decorativas. Un Estado “tercerizado” que prefiere una feria de contratistas temporales a una burocracia estable y técnica que sea particularmente fuerte en lo local. Para mí ese es el mundo al revés. Gastarse el presupuesto en proyectos que prácticamente no dejan ninguna capacidad instalada en las regiones y que desangran el presupuesto a punta de intermediación.

Ni qué decir de los márgenes de maniobra que tienen los alcaldes en materia de seguridad y orden público, que es prácticamente cero en muchos municipios, o en servicios tan importantes, y que son de su resorte como la educación y la salud. Hace poco escuché a un gobernador quejarse de que tenía que pedir permiso al gobierno nacional hasta para nombrar maestros y para construir un hospital. Expresó el sentimiento de humillación de los gobernantes locales que deben rogar para hablar con los ministros, con cualquier tecnócrata, o acudir a la gestión de los congresistas. Ello sin mencionar que hay 11 departamentos que no tienen representación en el Senado y por tanto carecen de “embajadores” de peso ante el gobierno nacional.

Es una tristeza que a Colombia le quedara grande la descentralización. Bogotá sigue siendo una especie de virreinato que se perpetúa sobre la base de una narrativa engañosa: de que hay más corrupción en la región que en el centro; o que en departamentos y alcaldías no hay capacidades técnicas para una ejecución transparente y eficaz. Esto puede ser cierto en algunos lugares, pero en otros simplemente hay una falta de diálogo horizontal entre los funcionarios del centro, que tienen la sartén por el mango; y los conocimientos empíricos que han acumulado las regiones.

Esta reflexión viene al caso por cuenta de que en pocos días comienzan sus períodos de gobierno los nuevos alcaldes y gobernadores. La mayoría, seguro no todos, llegan con planes e ilusiones de mejorar la vida de sus comunidades. Estos gobernantes tienen un contexto más favorable que posiblemente sus antecesores: un plan de desarrollo centrado en los territorios, una importante agenda para desarrollo de lo rural, y una demanda urgente de paz territorial antes de que la creciente violencia se vuelva irreversible. También una intención política fuerte en torno a la equidad.

Por eso si realmente se quiere hacer un Acuerdo Nacional, que parta realmente de un diálogo incluyente, qué mejor que hacerlo a partir de estos nuevos gobiernos. Hasta ahora los medios se fascinan con las fotos que evocan el Acuerdo Nacional como un asunto de élites: entre Petro y Uribe o entre Petro y los cacaos. Pero el poder local en Colombia es crítico para lograr la paz y para salir del atolladero de la desigualdad. Y es un escenario fragmentado y diverso pero necesario.

Las instituciones locales, partiendo de las juntas comunales, de los corregidores, de los alcaldes y secretarios de despacho, así como las unidades técnicas son realmente el tejido básico para apalancar la paz territorial. Un esfuerzo para que los nuevos gobiernos logren sembrar y construir Estado sería algo más que positivo, comenzando quizás por los 170 municipios PDTS que son los más críticos. Estos pueden ser laboratorios de concertación, de diálogo y acuerdo, para que más allá de nuevos gobiernos, se fortalezca el Estado local que es, verdaderamente, el que le toca a la gente. La consigna por tanto debería ser menos “operadores” y más capacidad instalada en cada municipio.  

Marta Ruiz es periodista y fue Comisionada de la Verdad en Colombia. A lo largo de su profesión ha cubierto diversas dimensiones de la guerra y la paz en su país, por el que ha recibido premios como el Rey de España, el Simón Bolívar, el premio de la SIP. Hizo parte del equipo de Revista Semana...