columnista Marta Ruiz

Con argumentos muy sólidos, el jurista Rodrigo Uprimny planteó en su columna de El Espectador que lo mínimo que tendría que reconocer el presidente Uribe frente a los casos generalizados de falsos positivos es su responsabilidad política y moral. El expresidente y su abogado se fueron lanza en ristre contra el prestigioso jurista. Lo atacaron exhibiendo unos supuestos conflictos de interés: una que había sido abogado de las FARC-EP y dos que había sido contratista de la Comisión de la Verdad. Ambas son mentiras deliberadas en un intento típico de intentar desviar el debate de fondo. 

A mi juicio lo que está emergiendo en Colombia, a propósito de la JEP, es un profundo interrogante por el papel del poder civil frente a los militares. Los presidentes, y Uribe entre ellos, para eludir su responsabilidad política y moral, han terminado por admitir tácitamente que las fuerzas armadas son un poder prácticamente inescrutable sobre el que ellos no tuvieron realmente el mando. Revisemos un poco la historia.

En el capítulo No Matarás del Informe de la Comisión de la Verdad se habla de que los militares en Colombia han tenido una autonomía relativa y se han comportado durante el conflicto armado un cuarto poder, con capacidad de veto y a quienes los gobernantes les han temido y les han “dejado hacer”.  Este es un rasgo de nuestro régimen político heredado del Frente Nacional. 

En 1957 los partidos hicieron dos pactos: uno explícito entre ellos para alternarse el poder y erradicar la violencia política; y uno tácito entre los partidos y las fuerzas armadas que para entonces estaban en el poder.  Este segundo pacto se expresó de manera clara en el famoso discurso del Teatro Patria que pronunció Alberto Lleras Camargo pocos días antes de su posesión. Las fuerzas militares estaban divididas y recuerden que hubo un amague de golpe contra la propia Junta Militar que propició el regreso a la democracia.

A cambio de que los militares no se metieran en política, los partidos les delegaron el orden público y desde allí se compartimentó en buena medida el mundo de las armas y la política. Un pacto malentendido porque Lleras en su discurso también demarca dos condiciones importantes: nunca más las armas en manos de los civiles; y el llamado a ejercer la justicia interna so pena de que los civiles intervinieran en caso de que eso no ocurriera. En general lo único que se cumplió del pacto tácito del Teatro Patria fue la autonomía relativa de los militares, incrementada en los estados de sitio. El resto fue letra muerta: las armas del Estado sí estuvieron en la política; también rápidamente se vinculó a los civiles al mantenimiento del “orden público” con figuras como las autodefensas y las cooperativas de seguridad; y la impunidad se hizo galopante. 

Hasta la Constitución de 1991 el terreno del “orden público” cada vez se hizo más amplio y el poder de los militares era más grande llegando incluso a ejercer tareas del gobierno civil como las alcaldías y gobernaciones. El poder específico de los militares se observó especialmente con su poder de veto en momentos donde los gobiernos buscaron la paz. Estuvieron en contra de la amnistía y la tregua que decretó Belisario Betancur; profundizaron su alianza con los paramilitares para el exterminio de la UP en aquel tiempo; y decidieron una retoma del Palacio de Justicia a sangre y fuego. Muchos testimonios de los ministros de la época aseguran que Betancur no sabía el detalle de las operaciones de la retoma del Palacio. Él nos denegó esa verdad con su silencio, pero Betancur por lo menos asumió la responsabilidad política y moral por los hechos del Palacio de Justicia, como corresponde. Sus sucesores deberían seguir el ejemplo.

En los años 90 se acabaron los estados de sitio y se consolidó el ministerio de Defensa como un órgano civil, en realidad la relación de poder entre civiles y militares cambió poco. Como sus antecesores, los presidentes “dejaron hacer” a los militares sus tareas sin observar las consecuencias políticas. Cesar Gaviria dice que él no tomó la decisión del bombardeo a Casa Verde que enterró del todo las posibilidades de una llegada de las FARC a la constituyente.  Samper argumenta que era imposible saber en qué iban a derivar durante su gobierno las Convivir, y Pastrana, en cuyo mandato la expansión de las AUC se hizo ante los ojos de todos, se refiere al paramilitarismo como algo que no se podía parar. 

¿Entonces que poder real tienen los presidentes frente a la actuación de la fuerza pública? ¿Quién ejerce el mando y control? Ellos, por supuesto. Los presidentes ejercen el mando y así lo han demostrado cuando quieren. Barco, cuando ya el país naufragaba en la sangre paramilitar le puso fin a las autodefensas que habíamos heredado de la guerra fría.  Samper acabó con la Brigada XX cuando la evidencia de que era un antro de la guerra sucia era abrumadora. Uribe pudo ponerle fin a los falsos positivos cuando destituyó a 27 militares, usando las medidas discrecionales. Pero también es cierto que estas medidas no lograron erradicar las prácticas dañinas a las que pretendían ponerle fin. 

Justamente de eso se trata la responsabilidad política y moral. De admitir que si bien los presidentes no dieron órdenes de que se cometieran crímenes, sus políticas crearon incentivos para que estos ocurrieran y su falta de control y vigilancia los hicieron masivos y prolongados en el tiempo.  Se trata de asumir las consecuencias de delegar las funciones que les otorgó la constitución como comandantes en jefe de los cuerpos armados de este país. 

Ahora, esa responsabilidad política no es exclusiva de los presidentes. Con tristeza se puede constatar que en los momentos más críticos del conflicto armado hubo más control político en el Congreso de los Estados Unidos que en el de Colombia.  Fue en Washington donde se discutió una enmienda que condicionó el presupuesto militar al cumplimiento de estándares de derechos humanos; y fue después de que Estados Unidos les quitara la visa a unos cuantos generales que aquí se tomaron medidas. 

Debates como el que promovió hace pocos años el entonces senador Roy Barreras sobre el bombardeo a campamentos con niños han sido la excepción y no la regla, y ahora podemos decir que han tenido un impacto positivo en el desarrollo de la fuerza pública. Cuando los civiles quieren, pueden.

Es hora pues de una reflexión no solo sobre la política de seguridad, sino sobre el poder, el mando y las relaciones cívico-militares que hacen necesario un tránsito de la guerra a la paz. Un ministerio civil más fuerte. Una escuela superior no para la guerra, sino para la seguridad y la defensa que esté orientada por civiles, y unas comisiones del Congreso que entablen un diálogo inteligente con los militares. 

Que el Ministerio de Defensa pida “excusas” públicas este martes por los falsos positivos ocurridos en Soacha y Bogotá, en la Plaza de Bolívar, se inscribe en esa nueva dinámica. Que los civiles estén verdaderamente al mando es una garantía que necesita la democracia.


Adenda: inadmisible y repudiable el ataque realizado por un grupo de indígenas a la revista Semana. Mi solidaridad con los periodistas de esa casa editorial. Ojalá la FLIP propicie un diálogo entre periodistas y sectores de la sociedad civil para un entendimiento sobre el valor de la libertad de expresión y del pluralismo en nuestra sociedad. También sobre la responsabilidad del periodismo, su compromiso con la verdad y el respeto a la diferencia.

Marta Ruiz es periodista y fue Comisionada de la Verdad en Colombia. A lo largo de su profesión ha cubierto diversas dimensiones de la guerra y la paz en su país, por el que ha recibido premios como el Rey de España, el Simón Bolívar, el premio de la SIP. Hizo parte del equipo de Revista Semana...