Hay que entender al presidente. El doctor Petro verdaderamente cree que el neoliberalismo –“esa idea falseada de la realidad de pensar que solo el mercado lleva al bienestar, que todo debe ser mercancía y que lo público debe extinguirse”, en sus palabras– es la causa de todos los males que aquejan a la humanidad. Así lo ha dicho en un sinnúmero de oportunidades. En trinos, discursos, entrevistas, intervenciones y ahora, que tiene la sartén por el mango, en leyes, decretos y resoluciones.

Por eso su afán de bombardear al Congreso con decenas de proyectos de ley, cada uno más chiflado que el otro, sin importar las fisuras que puedan generar en su gabinete o en su coalición de gobierno. Una reforma a la salud que prácticamente no tiene ningún apoyo fuera de los círculos fundamentalistas de la ministra de Salud. Una reforma laboral impulsada por el partido comunista. Una reforma pensional que amenaza con echar al traste la estabilidad macroeconómica del país. Un plan de desarrollo que es una verdadera ley habilitante, en la mejor tradición de la “Gesetz zur Behebung der Not von Volk und Reich” que le permitió al “Führer” dinamitar la República de Weimar. 

El presidente, como un papa medieval, ha convocado una cruzada en contra del neoliberalismo que no nos llevará a la tierra prometida. Nos llevará, más bien, de regreso a 1978.

Porque el progresismo que el gobierno dice profesar es mentiroso. Aquí no estamos avanzando hacia un futuro promisorio sino hacia un pasado idealizado que nunca existió.

Hubo una vez una época, entre 1945 y más o menos 1980, en que el Estado estuvo al mando de las alturas dominantes de la economía, como diría Lenin. No solo en Colombia, sino en buena parte del planeta. Los servicios públicos –y no solamente los de carácter esencial, sino todos– los prestaban empresas de propiedad pública. Los recursos naturales estratégicos eran explotados exclusivamente por el Estado. Las comunicaciones de toda clase, incluyendo las telefónicas y los canales de televisión eran de la órbita estatal, al igual que las aerolíneas y las flotas navieras.

Como también lo eran los puertos, las carreteras, las redes eléctricas, los acueductos y la mayoría de la infraestructura. La seguridad social era estatal, incluyendo algunos sistemas de salud y de pensiones donde no existía ninguna participación privada. En materia de finanzas, la banca pública se imponía y la que no lo era estaba seriamente regulada.

Se entendía que el sector privado era subsidiario al estatal. Inclusive en productos y servicios en los cuales el interés público era dudoso, la intervención gubernamental era la norma. Se escogían ganadores y perdedores en la economía. Eso se llamaba “política industrial”. Si se estaba entre los favorecidos llovían protecciones, subsidios y créditos; si se era de los rezagados, el marchitamiento era inminente. Todo este amiguismo en aras del bien común. La competencia se veía con sospecha. Muchos de los precios eran regulados y las asociaciones de competidores para coordinar los términos de intercambio –o sea, los carteles empresariales– eran promovidos.

Valga decir que el anterior estado de cosas no era propio de los países socialistas. Allá la situación era algo más restrictiva: tras la Cortina de Hierro difícilmente se podía vender un atado de rábanos sin autorización. Era lo que ocurría en los países capitalistas occidentales, en donde –con diversos grados, por supuesto– la intervención estatal prácticamente había suplantado el mercado.

¿Qué fue lo que aconteció para que cambiaran las cosas y el mercado asumiera de nuevo las alturas dominantes? La respuesta simple es que el modelo estatista fracasó. Hacia mediados de los setenta las economías occidentales se estancaron. La inflación se disparó, al igual que el desempleo. Los servicios proveídos por el Estado eran de mala calidad e insuficientes. Pero además eran costosos, porque satisfacían no las demandas de los consumidores, sino los caprichos de políticos y sindicatos. Las industrias estatales eran deficitarias. La banca pública derrochaba dinero financiando proyectos inútiles. Había poca innovación y el desarrollo de nuevas empresas era precario.

Si esto era el caso en Inglaterra, Francia, Alemania y hasta en los Estados Unidos, en Colombia ni qué decir.

En los tiempos en que el Estado empresario primaba, conseguir una línea telefónica tardaba un año y se necesitaban palancas. Una llamada al exterior a través Telecom costaba una fortuna. Había solo dos canales de televisión y los noticieros se concesionaban a los hijos de los expresidentes. En Bogotá, la Edis recogía las basuras si se le daba la gana.

Cuando el gerente de la EEB se robó buena parte de una hidroeléctrica y se fue a vivir a París, el país cayó en un apagón que duró casi un año. Los sindicatos destruyeron los ferrocarriles y los puertos. El IFI –un “holding” de empresas estatales– se quebró a pesar de que muchas de sus filiales eran monopolios, algo imposible según todos los tenores de la teoría económica. La construcción de vivienda popular se le encargó al Inscredial, entidad administrada durante un tiempo por las impolutas manos de María Eugenia Rojas y sus secuaces de la Anapo.

El Seguro Social era calamitoso, se entraba por una fractura y le extirpaban a uno el riñón; aun así, solo cubría a una cuarta parte de la población; el resto tenía que pagar costosísimos médicos privados o invocarse a la caridad cristiana. La banca pública se quebró en 1999 y casi arrasa al país; el PIB decreció 4,2%. Para pagar el hueco de 23 billones de pesos (más que la tributaria de Ocampo) tocó inventarse un impuesto nuevo, el 4 x 1000.

A pesar de la evidencia histórica del descalabro estatista, para el presidente colombiano el mundo antes de Reagan, Thatcher y Gorbachov sigue siendo un paraíso perdido, un idílico jardín de las delicias del cual fuimos expulsados por caer en la tentación de la manzana ofrecida por el Consenso de Washington.

Su obsesión con volver al pasado es tan ilusa como las 72 vírgenes que esperan en el cielo a los terroristas suicidas que mueren en la “yihad”. Y, sin embargo, insiste en llevarnos allá. Con el más mínimo de los mandatos, sin mayor apoyo en las encuestas y con un Congreso aceitado pero escéptico, está dispuesto a destruir todos los avances sociales de los últimos treinta años para librarnos de las garras neoliberales. 

Lástima que nuestro presidente, que tanto dice haber leído, no se hubiera topado con la frase del premier chino Deng Xiaoping, proferida por allá en los sesenta, que decía que no importaba si el gato era blanco o negro desde que supiera cazar ratones.

Abogado de la Universidad de los Andes, Master in Business Administration del Instituto Panamericano de Dirección de Empresas (IPADE), México D.F., Master en Políticas Públicas de la Universidad de Georgetown, Washington D.C. Se ha desempeñado en diversos cargos del sector privado y público,...