Luis Guillermo Vélez
Luis Guillermo Vélez Cabrera, columnista de La Silla Vacía.

En 1989 fui de los que marcharon cuando asesinaron a Luis Carlos Galán y poco tiempo después formé parte del grupo de estudiantes que lideró lo que se conoció como la “Séptima Papeleta”.

Era el momento de modificar una constitución que en sus ciento cuatro años ya mostraba claros signos de atrofia. Su reforma era prácticamente imposible, se habían intentado iniciativas en 1977 y en 1979 sin éxito.

La amenaza narcoterrorista de finales de los ochenta y la necesidad de modernizar las instituciones nacionales imponían un nuevo contrato social. Los gobiernos liberales de ese entonces canalizaron la iniciativa de los estudiantes y se fue moldeando un amplísimo consenso para modificar la constitución. Hasta el punto en que los principales periódicos del país imprimieron por su cuenta papeletas y las adjuntaron con la edición dominical del día de las elecciones.

Prácticamente nadie estaba en contra del proceso constituyente, aunque todos tenían sus ideas sobre cómo debía concluir. Mi jefe en ese entonces, un reconocido jurista conservador, se lanzó a la elección proponiendo como texto de reforma la misma constitución de 1886, al mismo tiempo que me topé con un señor en una tertulia que me exhibió un texto de la constitución de la República Democrática Alemana —que era la comunista— insistiéndome que esa era la que debíamos adoptar si queríamos lograr la felicidad y el progreso.

Al final, el gobierno de Gaviria logró articular la asamblea constituyente más incluyente, representativa y legítima de nuestra historia. Dentro de las muchas instituciones novedosas que trajo la nueva carta había una particularmente importante. Para prevenir el anquilosamiento que había sufrido la constitución que se reemplazaba se importó la figura de una Corte Constitucional cuya función sería la de interpretar (y adaptar) la carta según las realidades del momento.

La Constitución de 1991 es la síntesis de muchas ideologías. De las aspiraciones humanistas del radicalismo liberal decimonónico y del deseo de estabilidad y orden del conservatismo republicano, sumado a las esperanzas igualitarias de democristianos y socialdemócratas del siglo veinte. Un número importante de sus autores eran guerrilleros desmovilizados de insurgencias marxistas e indigenistas.

Es, en otras palabras, una constitución amplia y flexible que ha demostrado que sirve para construir un país más justo, incluyente, democrático, moderno y pacífico que el que existía antes de su vigencia.

Ahora Petro la quiere dinamitar.

El raciocinio para hacerlo es notable por su absurdez: las instituciones de la constitución no cumplen con la constitución, por lo tanto, hay que cambiar la constitución para cambiar las instituciones que no cumplen con ella, dice el presidente.

La Constitución de 1991, como todas las constituciones liberales, establece la separación de poderes que tanto le disgusta al primer mandatario. El congreso, al no aprobarle sus inconvenientes reformas, y las cortes, al tumbarle sus ilegales nombramientos, están haciendo lo que la constitución les autoriza que hagan.

Cuando los dictadores (las cosas hay que empezar a llamarlas por su nombre) no ven sus caprichos ejecutados entran en chiripiorcas.

Es ingenuo creer que la iniciativa de Petro es solo un globo distractor. El presidente sabe perfectamente que no cuenta con los votos, ni en el Congreso ni en las urnas, para aprobar su asamblea constituyente. Por eso la quiere imponer de facto inventándose la entelequia de los cabildos abiertos, que son mecanismos de participación ciudadana del ámbito local y consultivo, nunca constituyente. 

En 1990 había un consenso nacional casi unánime para una reforma constitucional de gran calado. Hoy no existe. Equiparar a los cabildos petristas con la “Séptima Papeleta” es, además de un insulto, un gran sofisma.

Como lo es también la maroma conceptual que intenta el presidente cuando habla del “poder constituyente” y del “poder constituido”. Todas las instituciones, dice, son poderes constituidos derivados del poder constituyente y, por lo tanto, le deben responder a este. Lo que no dice es que la manifestación de este poder constituyente esta reglada: gústele o no, las democracias liberales son democracias representativas. Lo que quiere decir que una olla comunal o un mitin político —como los que armaran disfrazados de cabildos, asambleas “populares” o como sea que les dé por llamarlos— tienen tanto de constituyente primario como una verbena navideña o la fila para subirse al Transmilenio.

Eso, sin embargo, no será un obstáculo para transmutar las deliberaciones de estas montoneras en supuestos “mandatos vinculantes”. Por esta vía veremos la validación de las reformas petristas, incluyendo el esperpento de la paz total. Y, ¿por qué no?, tendremos también una proposición “espontánea” para prolongar el mandato presidencial. Al fin y cabo, como lo ha dicho Francia Márquez, cuatro años no son suficientes para hacer el cambio.

Valga decir que todo esto es una receta para el caos. El congreso no se va a quedar cruzado de brazos mientras lo aplastan. La última vez que algo parecido ocurrió, en el año 2000 con el referendo de Pastrana, los parlamentarios le anunciaron al presidente que lo incluirían en la revocatoria. Esto bastó para desinflar la idea. Vargas Lleras está en ese plan: subirse al tren de la constituyente para mandar a Petro anticipadamente a expandir el virus de la vida por las estrellas de universo. Un presidente con la escuálida popularidad del actual no se puede dar el lujo de plebiscitar su cargo.

Tenemos que defender la Constitución del 91. Destruirla para salvarla, como propone Petro, es el dislate de un individuo dominado por sus demonios. Nada bueno puede resultar de ese esfuerzo. En el mejor de los casos se anticipa la campaña presidencial de 2026. Esto significa que el gobierno deja de gobernar y que la oposición afila cuchillos para una batalla campal. En el peor, se establece una para-institucionalidad promocionada por el gobierno, es decir el presidente da (o intenta dar) un autogolpe. 

Eso fue lo que hizo José María Melo en 1854, derogando la constitución del 53, en ese entonces quizás la más progresista del planeta. Lanzó al país a la guerra civil, empobreció a los artesanos que decía defender y acabó exiliado vendiendo sus servicios revolucionarios al mejor postor. Esperemos que Petro, quien ha dicho ser su admirador, no acabe siguiendo los mismos pasos.

Abogado de la Universidad de los Andes, Master in Business Administration del Instituto Panamericano de Dirección de Empresas (IPADE), México D.F., Master en Políticas Públicas de la Universidad de Georgetown, Washington D.C. Se ha desempeñado en diversos cargos del sector privado y público,...